En aquel ambiente tecnológico; varios de mis compañeros eran realmente especiales. Quizá demasiado ingenuos o tradicionales para mi gusto, pero vitales y hermosos. Hice mi tribu, que ahora se llamó equipo. En esta universidad, las afinidades estaban reguladas y lo que en otros sitios eran grupos de amigos para estudiar, aquí eran equipos oficializados. Y no solamente estudiaban: había que hacer reuniones con actas, se escribían informes y se llevaban papeles inútiles, una verdadera preparación para la vida cubana. Debido quizá a mi experiencia habanera, me convertí en el alumno modelo: puntual, cumplidor con todo, callado, respetuoso. Y no estaba fingiendo para hacerme aceptar, no: simplemente me entregué a una experiencia nueva. De cuerpo y alma.
Mis amistades anteriores no habían desaparecido. Carlos Victoria vivía en Camagüey, cambiando de centro en centro de trabajo y pasando infortunios. Coco sobrevivía en La Habana: trabajó como diseñador de lámparas en una pequeña empresa llamada EMPROVA. Tenía de ayudante a Isaac, que yo conocía de vista de Santiago -uno de los muchachos más bellos del universo. Delfín oscilaba entre Holguín y La Habana: me cuesta reconstruir su vida; fue profesor de ruso en una escuela militar holguinera pero un oficial hermano de Miguelito Barnet propició su despido en represalia a no sé que ojeriza del poeta en contubernio con Arenas. Arenosa e Hiránica disfrutaban esas burlonas turbulencias.
Eventualmente, Hiram salió de la depresión que siguió al despido y se fue a La Habana: es una persona que necesita mucho cariño, respeto y cuidado, todo lo cual le ha sido negado. Gracias a él llegué a uno de mis grandes amigos: Reinaldo García Ramos. Francamente no recuerdo la circunstancias en que empezó nuestra amistad: seguramente a través de Hiram, pero no sé cómo. Nos conocíamos desde Letras, pero cuando él terminaba la carrera, yo empezaba. Para entonces ya era editor. Una de las personas más organizadas y cuidadosas que he conocido. Aunque no pertenece a mi “órbita vital”, ya en los ’60 él publicó un libro en las ediciones El Puente: es un poeta muy delicado y de muchos recursos. Hoy vive en Miami Beach y publicó Decir del Agua, una de las mejores revistas de poesía de Internet. Ganó un premio literario en España (2007) con un libro que me gustaría calificar de sorprendente si el epíteto así, solo, no se prestara para la malevolencia (en rigor, sorprender no es la mejor palabra, pues qué más que excelentes libros se supone que haga un buen poeta), por eso, hasta ahí las alabanzas. Gracias a él –que me indicaba lecturas y me prestaba libros- tuve acceso a todo el conocimiento de la Lengua y Literatura Francesas que mi separación había tronchado. Sus traducciones de Conrad Aiken son de lo mejor que ha llegado a mi. Es de esas personas a las que siempre se tendrá algo que agradecer: su empeño te devuelve la fe en lo que haces y el respeto hacia ti mismo. Su sola existencia y contacto te reconcilia con el mundo.
Comencé y terminé mis traducciones de François Villon. Tuve que aprender mucho: el francés de su época, la historia, la vida cotidiana del París medieval. Todo. Me identifiqué con ese mundo y lo hallé muy parecido al nuestro. Traduje el Gran Testamento y algunas Baladas; los Lays no. Vivía una intensa vida epistolar con Hiram Prats , Carlos Victoria, Reinaldo García y Coco Salas: raro era el día que no había carta de alguno. Sus misivas me acompañaron mucho. En Segundo Año el trabajo se redobló: estudios, reuniones, escritos que entregar. Yo me las arreglaba para cumplir con todo y a la vez llevar otra vida entregada a la literatura.
Empezaba 1972, uno de los años más duros del “Quinquenio Gris”. Sin embargo, en esos momentos yo lo resentía menos quizá por no estar involucrado en la estructura de la cultura oficial: para alguien que nunca ha tenido cargos, mi temporada en la bloquera apenas se nota. No es lo mismo que cuando Arrufat tuvo que irse a clasificar volúmenes a la biblioteca de Marianao. Como puede verse, lo que yo he vivido apenas importa.
Durante uno de mis viajes a La Habana decidí ir a casa de Lezama Lima. Quería conocerlo, ya que para mi era un dios: en 1970 yo había escrito un librito titulado Poemas de Roberto y quería enseñárselo. Fui a Trocadero 162 y toqué; se abrió una rendija de la puerta y el propio maestro me preguntó ¿quién es usted? Respondí mi nombre. ¿Y de dónde es usted? Dije de dónde. ¿Y quién lo manda a usted? Dije que nadie. Abrió completo y se apartó. Había unos muebles de sala tradicionales de caoba y pajilla. La sala era pequeña: en la pared del fondo, su retrato por Arístides Fernández. Esa mañana Lezama no respiraba bien ni se había afeitado. Estaba en camiseta y uno de sus incisivos se movía. No estaba bien. A pesar de todo conversamos un rato. Me cerraron las cien puertas de la ciudad y ahora se han abierto todas a un tiempo. A pesar del rechazo en oficial –y quién sabe hasta dónde gracias a ese mismo rechazo- estaba recibiendo mucho reconocimiento mundial: Paradiso se publicaba en numerosos idiomas. Y se vendía. Cosas de la vida... Me preguntó qué lecturas prefería y le conté que había leído casi todo lo escrito por él; evidentemente creyó que lo decía por halagar pues me respondió Según Santo Tomás, no se puede ser lector de un solo libro. Cuando quise dejarle mis poemas, elegantemente los rechazó: Cuando los publique me dedica un ejemplar. Al poco rato vino su esposa María Luisa a avisar que era hora de almuerzo: mi tiempo había terminado. Dejé la casa lleno de confusión y agradecimiento. Primero pensé que, en conjunto, mi visita había resultado un fiasco: ahora pienso que a) me salí con la mía, b) Lezama se sentía perseguido y desconfiaba de todos.
Mi vida doméstica era serena. A mamá le gustaba verme tranquilo, a gusto y ocupado. Más o menos por esa época Bebé tuvo un problema: ella era secretaria en la antigua Creche Ana de Quesada –la que está en Garzón frente a los edificios de 18 plantas-; resulta que de la caja fuerte a la que solamente tenían acceso ella y la directora desaparecieron varios miles de pesos. La directora se trasladó de trabajo y Bebé se enteró cuando una inspeccionaron y descubrió el faltante; tenía que poner la plata o ir presa. Mi mamá se la prestó. Fue muy duro, pues resulta claro que la ladrona había sido la directora. Bebé pasó unas semanas negras. Tuvo que endeudarse en una gran suma que demoró años para devolver.
Mi casa no nadaba en abundancia, pero fue quizá una de sus etapas más agradables: cada cual por su parte, mis amigos de la Universidad de Oriente y los de La Habana nos reuníamos a menudo.
En otra ocasión, por casualidad nos juntamos en mi ciudad Carlos Victoria, Coco Salas, Hiram, Reinaldo García Ramos y Justo Luis. Subimos a la Gran Piedra y allí me enteré de que Carlos le tenía horror a las alturas: se aferraba a la roca como un gato, mientras los demás disfrutábamos del grandioso panorama. Meses después, fui con Justo y Rei a almorzar al Puerto de Boniato: bebimos sidra y regresamos a pie; al día siguiente comimos en casa un cordero genial hecho por Nenena. Como decía ella: De la mar el mero y de la tierra el carnero. Cuando una persona cocina sabroso –aparte de saber hacerlo- es que está contenta. El pargo entero asado montado en rodajas de papa que hizo otro domingo para Boris, Yeyo y yo, fue sencillamente memorable; aquello para nada recordaba el sabor peculiar del pescado. Le exprimió naranjas dulces y lo asó a fuego lento.
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