viernes, 3 de agosto de 2012

La Habana con lo años se había convertido en mi ciudad. Acá en Santiago, la vida se me hizo difícil y pesada. Comencé a padecer depresiones. Por dos ocasiones me aplicaron un magnífico tratamiento antidepresivo con inyecciones de sulfato de magnesio. Otra vez, fui a un siquiatra que me dijo que no lo hiciera perder el tiempo, que su consulta estaba llena de locos de verdad. No podía quitar de mi mente a la Universidad.


Por eso, cuando vi en la prensa la convocatoria para la Universidad santiaguera, me movilicé. Letras no. Primero, porque me conectarían inmediatamente con Letras  de La Habana y lo que resultaba malo en una de ellas lo sería igual en las demás –no me dejarían ni llegar a la puerta; segundo, porque la Universidad de Oriente  tenía fama de intolerante, cuadrada, limitada y en definitiva poco atrayente.

A mi modo de ver, el principal objetivo de  la mayoría de gente que estudiaba en Oriente era ser funcionarios o maestros. Cierto es que una de las principales misiones de las universidades contemporáneas es abastecer a los sistemas de cuadros profesionales. Eso, en cualquier país. Ya se sabe que no siempre es de ese modo, pero hay una aspiración. En la universidad de la Habana existe una escultura que dice en la base Alma Mater (madre nutricia).En realidad, las universidades son sitios donde sacar un título para brujulear la vida. Pero eso es otro tema.

Lo que yo podía abordar con más afinidad y menos riesgos era Arquitectura. Y fui a matricular. Claro que oculté, sepulté y disimulé cualquier referencia a mi expulsión habanera. ¿De qué otra manera me hubieran admitido? Como trabajaba, hice una serie de trámites -que salieron sin problema- para acogerme a una Resolución que otorgaba un estipendio mensual de noventa pesos a los trabajadores que ingresaran a la universidad. ¿Me hicieron examen de ingreso? Es probable, pero no recuerdo.

Por una parte, mi estado de ánimo mejoró muchísimo al retornar a una actividad para la que me sentía preparado desde siempre;  por otra, el ambiente ideológicamente tan limitado de la nueva Escuela me decepcionó. La provincia es la provincia. Poco a poco comencé a relacionarme con los nuevos compañeros y maestros; en realidad no se me han grabado en la mente como los de Letras. Arquitectura es una carrera bella, pero a la vez laboriosa y exige muchísimo de uno.

Cuando estuve en Letras contaba cuántas clases por semestre tenía cada asignatura, le sacaba el 85% y asistía al mínimo para tener derecho a examinar. Tal cosa sería estúpida en Arquitectura, donde cada día se aprende algo nuevo. Tampoco puedes distraerte ni dormirte y hay que tomar notas todo el tiempo.

Aparte de eso, Arquitectura me enseñó a organizar mi día: se hace una tabla, cada celda es una actividad y la cumples religiosamente. Ya. El tiempo alcanza para todo. Eso, que puede parecer desagradable, es lo mejor. Hasta descubres que posees habilidades que no imaginabas.

Además, me abrió el mundo de la Representación Gráfica y el Diseño. Se puede comunicar mediante un croquis; las formas no son gratuitas pero solamente cuando responden a un sentido es que puede decirse que “hablan”. También regresé a mi amado mundo de las matemáticas: pocos conocen los nexos tan fuertes que las unen con la poesía.


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