miércoles, 21 de diciembre de 2011

Abigail era una mujer simpática pero completamente impredecible: lo mismo se deshacía en cariños que te insultaba a toda voz. Su “amigo” era un señor de edad apellidado Angulo, al que trataba tiránicamente. Al menos, esa era mi impresión. Tenían un par de perros spitz blancos como la nieve, Mota y King.  Abi era fanática de los perros y construyó un panteón  para cuando murieran -¿dónde quedaría el cementerio canino de La Habana?-, lo cual ocurrió no mucho después. Su casita no era grande, pero estaba sobrecargada de bibelots, fotos, cuadritos y una estufa de mentiras con un bombillo rojo en el sitio del fuego. Entre los perros, los adornos y las discusiones con Angulo, era un ambiente cualquier cosa menos sosegado, pero que me encantaba. La historia personal de Abigail es apasionante, pero como se supone que la estrella de este texto sea yo, tenemos que dejarla para otra ocasión. Nada, que cuando Mota tuvo perritos, mi madre cargó con un cachorro dentro de un cajón y le sacó pasaje Habana-Santiago. Se llamó Motica y la quise mucho.