viernes, 16 de marzo de 2012

EN EL ’69 FALLECIÓ FERNANDO ORTIZ. La tarde de su entierro paseaba por el Cementerio de Colón haciendo tiempo hasta que comenzara la clase de Cine en el Edificio ICAIC. Cuando vi el cortejo, comprendí que se trataba del sepelio del sabio; casualmente me detuve junto a una panteón, de pronto un auto gris paró frente a mi, se abrió la puerta y bajó… ¡Lezama! Me quedé impávido y callado –ya se sabe que en esa ceremonia no se habla-, el gordo evolucionó lentamente, me miró fijo con sus ojos de buey, y desapareció en el cortejo de gente notable. Lo vi por primera vez, pero años después fue que logré ir a su casa y conversar con él. Definitivamente, yo estaba picado por el bicho origenista.

Mi frecuentación de bibliotecas me facilitó presentarme en el cubículo de Cintio Vitier en la segunda planta de la Biblioteca Nacional –acababa de leer Lo Cubano en la Poesía, que en aquel momento me pareció genial. Días después me asomé al de Eliseo Diego -casi junto al primero- a quien admiraba especialmente por El oscuro esplendor, verdadero hallazgo poético que sigo valorando en grado sumo. Eliseo fue muy bondadoso conmigo, se interesó en lo que yo hacía, me regaló Por los extraños pueblos y Divertimentos –que aun conservo, autografiados- y cuando se publicó el Libro de las Maravillas de Boloña también tuvo la bondad de dedicármelo. Eliseo me abrió las puertas de su casa, conversó mucho conmigo y fue la primera persona que me mencionó –encomiásticamente- a Reinaldo Arenas: al parecer Eliseo tuvo que ver con la admisión de Arenas como trabajador de la Biblioteca Nacional. Mi amistad con los Diego fue larga: en su casa conocí a su esposa Bella, siempre recostada en un enorme sofá con una gata -¿o como una gata?, ya no recuerdo-; a su hijo Rapi –Constante-, que entonces estudiaba Artes Plásticas, a Fefé –Josefina- Diego, aunque a ella la conocí más en la Escuela de Letras tiempo después, y al difunto Lichi –Eliseo Alberto-. Cuando fui a su casa por vez primera, ellos casi acababan de mudarse de Arroyo Arenas al Vedado y se pasaban la vida hablando del antiguo hogar. La realidad es que el único de sus hijos con quien hice una amistad más o menos duradera e importante fue con Rapi –ya se sabe que luego él se convirtió en cineasta y por fin falleció. Rapi fue un joven de hablar pausado y apuesto. La casa de los Diego era como otro planeta: la Habana podía estar en llamas, que a ellos nada ni nadie los sacaba de su mundo encantado. Me costó tiempo terminar con esta saga de Orígenes: recuerdo ir varias veces a la iglesia del Espíritu Santo por ver al padre Ángel Gaztelu, del que conseguí el Gradual de Laudes en otra librería de viejo. En una ocasión –que Dios me perdone- entré a la iglesia, Gaztelu me pidió que sostuviera uno de los postes del palio en una procesión interior, pero cuando me arrodillé a recibirla se negó a darme la comunión. En fin, todo tiene sus límites. Y lo peor es que todavía Orígenes no estaba de moda, luego mi admiración era considerada pedantería: Lezama no había fallecido y era rechazado. Faltaban años para que lo redescubrieran.