jueves, 18 de octubre de 2012

Comencé a andar por París. Me aprendí bien las líneas de los buses, o iba a pie. Al menos no necesitaba guía para ir a los principales sitios, los que cualquiera conoce aunque viva en el Caribe. Con mucha frecuencia llegaba hasta la Mairie, el Palais Royal y Notre Dame. Recuerdo mucho al viejo que se llenaba de gorriones cada tarde en la plazoleta de Nuestra Señora. Me aficioné al Sena y empleaba horas en recorrer los puentes y husmear en los cuchitriles de las orillas, donde hay libros, grabados y pinturas. Se encuentran verdaderas maravillas (por algo siguen ahí esos ventorrillos): desde anuncios de tiempos de la Primera Guerra Mundial hasta maravillosos libros de uso, pasando por paisajes –que no son la octava maravilla pero que quedan muy bien en cualquier saloncito de clase media alta-. Así encontré El archipiélago Gulag, de Soltzhenitsin. También iba mucho a las tiendas de los anticuarios, donde hay objetos antiguos de verdad: el cine no exagera cuando muestra cómo las cabezas de Buda viajan desde las selvas camboyanas hasta el Quai des Antiquaires.

Me sentía libre y feliz. En esos días estaba por producirse la visita del Papa y un congreso de jóvenes católicos –qué verano de congresos, ese del ’97-: se extremaron las medidas de seguridad. Jamás había visto tal cantidad de policías. Ni en Cuba, que por cualquier desfile salen montones. Pero se trataba de París  y del Papa. A pesar de todo, cuando uno me dijo cortésmente que si quería podía seguir mi camino hacia la Torre Eiffel, me sorprendí: aquella mañana hubo una misa en el Campo de Marte y yo había decidido visitar la Torre. Pero ni loco iba a gastar los ochenta francos que costaba subir hasta el tope –todo erizado por milientas antenas-, por eso recorrí bien los alrededores, me paré debajo en el mismo centro y miré hacia arriba. Hoy día puedo recordar con mucha exactitud cómo se veían los hierros –una especie de túnel que se estrechaba hacia el cielo.

Telefoneaba a Carlos Victoria con bastante frecuencia –siempre lo he llamado o le he escrito mucho, hasta más de la cuenta-, pero es que nunca terminamos de hablar. No sé cómo dos personas tan distintas, y a veces tan opuestas, se las arreglan para “trasmitir en la misma frecuencia”. Eso sucede. También conversé mucho con mi prima Berthica: ella se casó en la capilla de Cuabitas en agosto del ’61, ese mismo día se fue y nunca ha vuelto. Con ella tampoco se termina de hablar. Me mandó plata (nadie se imagina cómo se sienten los precios de una ciudad grande cuando se viaja desde un país chiquito: me imagino que si uno vive allá y está organizado, será menos –no en vano París tiene tantos habitantes.

Cuando la hora de comer me sorprendía en la calle, me alimentaba de emparedados griegos: enormes, hechos de carne de cordero que se corta en lonjas y se asa verticalmente clavada a un pincho giratorio. O compraba frutas. Si no me invitaban, jamás iba a un restaurante.

Por lo general hacía pequeñas compras en un mercadito al fondo de casa de Rubén: leche, pan, huevos, queso rapé (rallado), spaghetti, café, tomate, quizá unas frutas. Yo mismo cocinaba –no lo hago mal- y resultaba más barato. Cuando mi prima me giró el dinero, yo no sabía dónde quedaba la oficina de Western Union: ya estaba la plata en París pero yo seguía “arrancado”. La llamé de nuevo y ella me sugirió que le diera una propina a cualquier empleado del hotel donde ella estuvo una vez, para que me indicaran. Se ve que ya es otra persona: ¡gastar 10 dólares en eso! Por fin comprobé que con marcar un número gratuito se obtiene la información exacta. Así di con el pequeño mostrador de Saint Germain, donde estaba el dinero. He leído que ahora existen varias agencias en París: en el ’97 había esa sola. El alivio fue inmediato. Descubrí y recorrí las librerías del Quartier Latin, pero no cometí la locura de gastar: como mi madre, cuando quiero puedo ser sumamente tacaño.

Pasaban los días y Cristo no hablaba de exposición alguna. Comprendí que aquel club era completamente impropio –a menos que se hiciera una adaptación, sobre todo a base de luces-, y ni pensar en una galería. Pero podían colocarse algunos cuadros en el área semi-iluminada cercana a la puerta; sólo varios, para poder decir a los artistas que me dieron sus obras que habían expuesto en París. Me moría de vergüenza y de rabia.  Pero Cristóbal estaba concentrado en los salseros cubanos que había contratado. Yo lo acompañaba con frecuencia, esperanzado en conmoverlo, pero el tiempo se iba en tocadores de bongó, treseros y cantantes caribeños.

Una tarde –para “salir de mi”- me llevó a las Galerías Lafayette a comprar soportes: salieron carísimos. Y eso que escogí los más sencillos, a base de presillas y acrílico: con un mínimo de esfuerzo suyo hubiesen salido más económicos. Pero lo cierto es que estaba concentrado en sus espectáculos. Si usted pretende vender arte fuera del país, vaya con un profesional, un galerista establecido y con clientela: no experimente pues no da resultado. Aunque me costara admitirlo, no lo sabía aún y había llegado a  París con un cartapacio de pinturas: ¿cómo regresar a Cuba diciendo que no había expuesto o inventando pretextos? Por eso monté y colgué varias donde ya he dicho. Nadie las miró, pero se expusieron en París y les hice fotos.

Por esos mismos días conocí a Abbash, un descendiente de argelinos que trabajaba en la alcaldía y vivía en la calle Molière. Presidía una organización para ayudar a los niños de los países pobres. Lo visité varias veces, conversamos mucho y él hasta fue a ver mis cuadros, pero al final nada sucedió.

Estábamos en pleno agosto y la gente había dejado a París casi desierta. Las vacaciones. Muchos establecimientos estaban cerrados luciendo un simple aviso manuscrito: NOS VEMOS EN SEPTIEMBRE. Todas las personas a las que me habían recomendado estaban de vacaciones. Era casi día veinte y aún no había entrado a ningún museo. Por suerte, París es un museo enorme. Basta abrir los ojos.  Desde ruinas romanas hasta los rascacielos espejeantes de La Défense.

El trazado en estrella del Barón de Haussmann es hermoso y peculiar de la ciudad: en el centro no hay edificios de  más de ocho pisos y los tejados son abovedados y de pizarra. Le cogí amor a la calle.