miércoles, 12 de septiembre de 2012

Las gestiones del viaje ahora se habían disparado y era cuestión de días. La opinión generalizada entre mis conocidos era que yo no regresaría más a Cuba.

Para el viaje ya los papeles estaban listos. El Fondo se ocupó de las gestiones, en especial Alejandro Carvallo –entonces jefe de Relaciones Internacionales del FBC- Tres o cuatro días antes del veintisiete de noviembre, Albérico y yo viajamos a La Habana. Allá coincidimos con Coral Guillot y su esposo, que viajaban a Colombia. Entre los cuatro alquilamos un apartamento pequeño en el Vedado. Comíamos en la calle y por la noche sólo quedaba bañarse, beber café, ver TV y conversar. Después de tanta desolación, vino una etapa alegre.

Recorrí La Habana. Recuerdo el Café París, de O’Reilly y San Ignacio: faltaba poco para que acabara el año y la estación, en la capital el Período se sentía mucho menos. Además, la Habana Vieja es barrio de turistas, jineteo y alegría. Era como respirar en una playa después de estar encerrado en un pozo. ¡Salir al extranjero! El sueño de cualquier cubano. En tres días más, pisaría Santo Domingo. Nunca estuvo entre mis planes quedarme, pero sí coger un aire y ver a mi familia. Mi familia…

En aquel tiempo –y sigue así- quedarse o no en Cuba tenía que ver una nube que no tenía forma: para los de Adentro, los de Afuera desaparecen. Y vice versa.


EN EL AEROPUERTO DE LAS AMÉRICAS, DE SANTO DO,IMGO, nos esperaba el hermano Tony, tío religioso de Albérico. Cuando recogí el equipaje me registraron el maletín y tuve que regalar unos calmantes a los oficiales de aduana. Increíble: regalar calmantes, yo que venía de la carestía y el no hay. Tony nos llevó al Colegio Dominicano de La Salle a dejar los paquetes. Luego, salimos a comer algo. Nos llevó a La Esquina de Toyo que aparte de su nombre tan habanero, recuerda mucho al Carmelo de Calzada. Pedimos unos enormes y deliciosos emparedados llamados cubanos. Y Pepsi –más grande y dulce, que prefiero desde niño. Sobre la barra, en el interior del negocio, colgaba una hilera de jamones.

Por primera y única vez recordé las cenas de agua-con-azúcar de Cuba: se me cortó la risa.

En el Colegio Dominicano de La Salle -una gran instalación que queda sobre la Avenida Bolívar- nos dieron un magnífico apartamento de dos plantas, sin lujos pero cómodo. Dormitorios y baños abajo; cocina, comedor, salón y TV arriba. El hecho de quedar en el jardín, tan cerca de las áreas deportivas, me hace suponer que pertenecía a jardineros o guardianes: no sé. Era agradable. Los hermanos son gente buena que nos recibieron cordialmente. Nuestro amigo Juan Galano ya no era el Superior –lo habían trasladado a Bogotá- pero acogieron muy bien la invitación hecha por él.

Aquella misma noche llamé a mi tía Bertha y a mis primos Danilo e Isabel; estos últimos prometieron venir a Santo Domingo cuanto antes. Al día siguiente llamé a mi prima Silvia, que había casado con un descendiente del general español Martínez Campos. Desde primer momento me di cuenta de que los hermanos pensaban que planeábamos quedarnos en Quisqueya y vivir en su casa –tendrían que hacerse cargo de nosotros y sería un incordio, por más amigos del Hermano Juan que resultáramos. No decían cosas directas, pero constantemente preguntaban cuál era nuestro objetivo y si teníamos familia. Yo no quería ensombrecer mi estancia. En definitiva nos habían invitado, pagado los pasajes, propiciado los permisos de entrada, etc. Me las arreglé para borrar poco a poco su inquietud. Tres días más tarde fuimos a la oficina de Inmigración situada en el edificio conocido como El Huacalito –su forma lisa y vertical recuerda un cajón. Nos devolvieron nuestros pasaportes, que debimos entregar cuando llegamos con la promesa de regresárnoslos. Comencé a gestionar un permiso provisional de estancia, ya que, durante su vigencia, me permitiría regresar a Dominicana sin pedir permiso de entrada.  En realidad no creí que me lo otorgaran, pero en la fecha fijada, ahí estaba –total, de nada sirvió: cuando lo mandé a renovar con un santiaguero que vivía en Santo Domingo, no lo hizo, a pesar de que le había entregado todo lo necesario, dinero incluido.


Santo Domingo es una ciudad particularmente  hermosa y alegre. Después de años de privaciones, hallaba fantásticos los carritos de frutas que rodeaban el Altar da la Patria: hasta fotos me hice junto a ellos. Todo me llamaba la atención. Palo Hincado forma los pies del mencionado monumento: allí nace la Calle del Conde que baja buscando el mar. Conde es una mezcla de San Rafael, con Obispo y Enramadas. Pequeños establecimientos con mesas sobre la acera y pizarrones verdes anunciando el menú. Cantinas de café en tacita, como los pullman de Enramadas casi esquina a San Félix cuando yo era niño. Gente hablando y riéndose con merengue de fondo. Como una postal turística. Si entonces me hubieran preguntado dónde vivir fuera de Santiago, hubiera dicho que allí. Ahora... bueno, uno cambia. Recuerda mucho a Santiago de Cuba. El Cuartel de la Policía es igual a nuestro Moncada y el Palacio de Justicia, se parece mucho al santiaguero. En otras cosas no: el concepto el concepto “campus” de la Universidad Autónoma nunca lo he visto en Cuba. Las Escuelas de Arte de Cubanacán, son otra cosa porque el plan general (curvo) de los edificios se integra al curso del río: en el campus la arquitectura convive con la naturaleza, cada cual en su sitio pero sin integrarse. Nada digo de la Universidad Informática, pues no la conozco aún.

Quizá por quedar al sur de La Española, Santo Domingo se parece más a Santiago que a La Habana, a pesar de que el tamaño de la ciudad está en la cuerda habanera.

Después del ’59, el cubano aprendió a comer pizza y yogurt. La pizza tuvo éxito mundial después de la II Guerra. ¿O fue por la emigración italiana a Norteamérica? Dice la Wikipedia que los armenios venden yogurt en Nueva York desde 1929, aunque para mi que su popularidad en Cuba la trajeron los rusos y los becarios cubanos. En fin, que a todo el mundo en Cuba le gusta comer pizza, pero durante el Periodo Especial no se encontraba; o sea, que yo estaba ansioso de pizza. Fuimos a una pizzería y los empleados se quedaron embelesados con nuestra manera de comerla y el tamaño de nuestras porciones (allá se comen estrechos sectores: es comida de jóvenes y gente chic, al revés de acá, que se ha vuelto plebeya) Éramos un espectáculo diario. Conocimos a un señor muy generoso llamado Agustín, que nos invitó a su casa a comer T-bone. Yo nunca había comido ese tipo de carne tan grande y consistente. Salí con dolor en las encías. Es que hace rato no masticas.

La esposa de este señor, llamada Nefer, nos consiguió los permisos de entrada al país: aprovechamos para agradecerle.

Una de nuestras primeras visitas fue a casa de un puertorriqueño muy amable que conocí en La Minerva por vía de Abelardo. Me había comprado una “comadrita de medallón”,  genuina y muy barata. Vivía en el exclusivo barrio de Arroyo Hondo. Era una bonita residencia, decorada con buen gusto, que tenía criados y jardines. Prácticamente acabábamos de llegar, y estábamos con diez varas de hambre de Período Especial cubano y sin dinero. Yo estaba seguro de que nos invitaría a almorzar y los olores que venían de la cocina confirmaban mi suposición. Al poco rato sacó unos bellos zapatos deportivos y nos invitó “a caminar”; yo asentí sorprendido, e intuí que tenía otros planes. El señor acostumbraba marchar varios kilómetros diarios como ejercicio y ése día  lo acompañamos bajo el sol del medio día y con zapatos “de salir”. Recorríamos un largo parque, mientras su chofer, nos seguía por la avenida. A los tres cuartos de hora terminó la marcha: el auto lo regresó a su casa –en medio de mi decepción- y luego tuvo la amabilidad de devolvernos al Colegio Dominicano. Desde entonces no hago cuentas con la supuesta generosidad ajena –cada quien tiene sus planes y su vida-. Más vale esperar la invitación más dos insistencias. Caso de que no lleguen, debemos tener un plan B.