lunes, 13 de agosto de 2012

En los años ’70 la mayoría de mis mejores amigos eran camagüeyanos.
A continuación voy a relatar una de las sorpresas más sobrecogedoras y hermosas que viví en Camagüey. A lo mejor mis amigos le pusieron un nombre. Yo nunca lo supe, y si lo supe no me acuerdo. Ocurría en casa de Elio Poblador, Heliotropo, como lo llamaban mis amigos. Su casa quedaba en la calle San Clemente, poco antes de entrar a San Juan de Dios. Era una típica casa colonial camagüeyana. Me fascinaba: nunca –salvo en mi propia vivienda- he visto tan justamente expresadas las ideas de cordialidad, confort, alegría y esa mezcla de etiqueta y llaneza que constituye una de las mejores cualidades, cada vez más perdida, del cubano. Si alguien ha visto las fachadas camagüeyanas que hay en el libro El Pre Barroco en Cuba, del Profesor Prat-Puig, ya sabe cómo era la casa de Elio. Con arcos carpaneles en puertas y ventanas y remate de fachada con pequeños pie-de-amigos, como es tan frecuente en la vivienda principeña de los siglos XVIII y XIX. Y un gran patio central lleno de fresco, verdor y tinajones de barro hundidos  casi hasta su cuello en tres de  las cuatro esquinas. Un patio donde el fresco podía batir, donde daba deseos de pasarse la vida.
Elio era joven, alto, blanco, de cara redonda. Evidentemente había nacido y crecido en esa casa: estaba como soldado a ella, era como ella. Por supuesto que resultaba sumamente agradable. Con Elio no creo haber pasado por esa suerte de aduana, esos “tientos y diferencias”,  que son los primeros tiempos de la amistad: sin haber llegado a ser jamás lo que se dice “un íntimo”, desde el primer momento me  profesó una cordialidad cálida que hoy día es lo que mejor conservo de su imagen.

La casa de Elio era un sitio de reunión. Además de los Carlos, Niki y David, iban C.  Alonso y unos adolescentes conocidos como los Bíquer, por aquello de Yes, but be carefull. De verdad no recuerdo ni sus nombres ni sus rostros: solamente quizá de uno de ellos, blanco, de baja estatura, cejas gruesas, ceño fruncido y bastante desaliñado. Los Bíquer eran algo así como unos invitados: habituales e invitados a la vez. Se jugaba dominó. Como 2 mesas. Mis amigos celebraban “tenidas” teatrales. He visto buena parte del teatro cubano de los años ’60. Estuve en el estreno de La noche de los Asesinos; en varios montajes y estrenos del Guiñol Nacional de Cuba –me fascina el teatro de muñecos-; en una de las primeras funciones de Dos Viejos Pánicos, en diez  de Peer Gynt; el propio Virgilio Piñera me leyó en su pequeño apartamento La Caja de Zapatos Vacía, mi amigo Roger Salas diseñó la escenografía para El Amante de Harold Pinter–se la consideró una puesta en escena histórica-; ví a María Casares interpretando El Cantar de los Cantares junto al Ballet del Siglo XX; yo mismo fui actor en una obra llamada Viet Nam por Ejemplo, de Víctor Casaus, con música de Silvio Rodríguez,  montada por el grupo de aficionados de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana en 1968 y uno de mis primeros textos publicados –en 1967- fue una crítica sobre las puestas de Ciugrena de Alfonso Sastre y la ya citada El Amante. Me gusta la escena.


Por eso las tenidas teatrales en la casa camagüeyana de Elio Poblador fueron algo estremecedor para mi, absolutamente importante y desconocido. Si de algo quedaron cerca las “tenidas” fue del último teatro de Piñera.
Recuerdo tres: una que Nikitín representaba en el cuatro de Elio. Era un largo monólogo en el cual encarnaba a la telefonista del Partido Comunista en la provincia. Hablaba de cualquier cosa con cualquier tipo de personas: desde gobernantes hasta amigotas, amantes, familiares, conocidos que le pedían un favor, espiritistas ante los que desnudaba su alma, profesionales a los que demandaba un favor. La telefonista se embarazaba, le crecía el vientre, daba a la luz y moría.
El segundo era un Nacimiento. Elio hacía de Virgen María –con un manto blanco que le ceñía el rostro-, Niki, de San José –con un paraguas negro y unas gafas azules-, el Niño era un muñeco de trapo, David Lago era luminotécnico y efectista. El texto decía algo como:
José: Noche de paz, noche de amor.
Virgen: Todo duerme en derredor…
Efecto: Golpeteo sobre una especie de redondel de hojalata. Un bombillo enciende y apaga rápidamente.
José: ¡Escucha!  Viene una tormenta.
Virgen: José ¿no sientes unas gotas?
Virgen: ¡Santo Cielo! ¡Huyamos! ¡Dejemos abandonada a la Criatura!


El tercero se llamaba algo así como Las Horribles. Representado por Elio y Nikitín (por eso decía Niki que Elio era su co-star). Dos duquesas rusas, cuando la Revolución de Octubre, salen huyendo y abandonan sus palacios, sólo que en vez de hacerlo hacia Occidente lo hacen hacia Oriente. En vez de llegar a París, lo hacen a Siberia y tiritan de frío sentadas en unas rocas de espaldas al público. Conversan y se cuentan su historia y desgracias. Una de ellas dice: Nadie nos ayuda porque somos Las Horribles. Vuelven su rostro hacia los espectadores y sonríen exageradamente mostrando una dentadura asquerosamente podrida, en realidad pintada con violeta genciana. Fin del diálogo.

También había un monólogo que recitaba Elio en su habitación, frente a la foto de un roquero desnudo envuelto en una boa constrictora. Elio encarna el personaje de un niño pionero que va a entrar a clase. Su texto es el recitativo sobre un Ché Guevara que los escolares cubanos decían todos los días antes de entrar a la escuela. Al final se oye un coro de voces que declara ¡Ché, comandante, amigo!. Todo se oscurece y Elio exclama señalando la foto: ¡Yo quiero ser como el!

Es lo más desacralizador, heterodoxo y sacrílego que me ha tocado ver y oír en mi vida. Como teatro, aún lo considero genial.