miércoles, 21 de noviembre de 2012

La casa que en definitiva  dio el Partido a la Fundación Caguayo fue construida en los años ’20 con paredes le ladrillo, tejas “francesas” y piso de losas decoradas. Era hermosa, si bien los años, la falta de mantenimiento y el descuido la han deteriorado bastante. Tiene una antigua verja dañada, un pequeño jardín con dos árboles y algunas flores, varios escalones que dan acceso a un portal y, después que se penetra al inmueble, el salón, varias habitaciones, un baño, el comedor, una cocina amplia y el servicio sanitario “de los criados”: el tramo de pasillo final está revestido de azulejos catalanes policromados. El fondo se abre a un patio con frutales, palmas, yerbas aromáticas y una dependencia arruinada donde imagino vivieron los criados. Me gusta esa casa. Años más tarde hubo que gastar bastante dinero y 3 años en restaurarla.


Regresando a la casa de Vista Alegre. Me instalaron en el cuarto frente al comedor, pero luego repararon otro en el ala contraria y me mudaron. A pocos días de estrenar la “nueva” sede, nos visitaron dos curazoleños: René Rosalía, director de la Kas de Kultura de Korsou y su secretaria. Estaban decididos a echar adelante una campaña que llevaba por nombre Cruzada de Cultura: invitaron a Lescay a presentar su obra y a mi, como crítico de arte.

Aquí tengo que dedicar un espacio a mi amigo Alejandro Carvallo y hacer una digresión. Lo conocí en los primeros ’90, en tiempos de aquella tienda de antigüedades que pertenecía al Fondo y operaba yo. Él ocupaba un alto cargo en esa entidad y viajó varias veces a Santiago, una de ellas en compañía de su pareja de entonces, un médico joven y rubio que después abandonó Cuba. No hay que decir que Alejandro era homosexual y una persona absolutamente encantadora, inteligente y eficiente. Pertenecía a la estrecha faja de gays que, debido a relaciones familiares, capacidad profesional, poder de gestión y eso llamado encanto personal, que funciona en todas partes y épocas,  habían logrado situarse muy bien dentro del establishment cubano. Desde muy joven salió del closet y jamás regresó a él. Como jefe de Relaciones Internacionales del Fondo, debió encargarse de todo el papeleo de mi viaje a Santo Domingo de 1994, lo cual acabó de cimentar una amistad que ya nuestros recorridos santiagueros habían preparado. En el ’99 o 2000 ya  no trabajaba para el Fondo y yo era Secretario de Caguayo: fue entonces que me presentó un proyecto de exposiciones múltiples a lo largo de América. Quería hacerlas como curador de una entidad como la nuestra. Sometí su proyecto a la Junta Directiva, fue aprobado y le di luz verde. Pasó el tiempo y llevó adelante sus planes. Contaba que el 11 de Septiembre estaba en Manhattan y vivió el horror del atentado al WTC; de ahí pasó a Houston, donde frecuentó e hizo buena amistad con mi prima Berthica. Regresó a Cuba, y mientras preparaba nuevas muestras, asumió la parte ejecutiva de nuestras relaciones internacionales: vivía muy cerca del Ministerio de Cultura y allí tenía muchas conexiones y buena acogida.

Nuestra amistad rayaba en la complicidad –más que amigos, éramos amigotes-, y puedo asegurar que su intervención era un factor de éxito en el logro de cualquier proyecto de Caguayo –pero principalmente mío. Económicamente independiente y próspero, Alejandro decidió adoptar a la loca guajira que era yo. Cada vez que me tocaba viajar solo a La Habana, organizaba para mi una excursión a alguno de los pocos pero activos locales gay entonces en funcionamiento. En una ocasión me llevó a la Sociedad Rosalía de Castro, en la Habana Vieja –frente al antiguo Hotel San Carlos- donde se presentaba un espectáculo cabaretero oficiado por travestis. Era un sitio ameno, en un segundo nivel refrescado por amplios ventanales; sin embargo, se pagaba en dólares. Más adelante Rosalía decayó y fuimos a otro sitio, sobre el Malecón, llamado Naturales de Castropol, o simplemente Castropol  –me fascinaba aquel nombre, mezcla de las historias de Superman con la Isla-, donde, aparte de los travestis, cantaban y actuaban profesionales bien conocidos. Era un local cerrado y caluroso: al final del espectáculo, las parejas se enlazaban en un desenfreno de saltos tipo discoteca. No era de mi gusto, debido al encierro y la humedad; sin embargo, era bueno ver cómo la fauna gay –al menos, la que podía pagar en divisas- se mostraba en público y exteriorizaba sin temor su manera de ser. Castopol era un imán. Como habrán notado, tanto Rosalía como Castropol pertenecían a sociedades españolas: es decir, que eran públicas y legales, pero no estatales (el proverbial haz-lo-que-te-dé la-gana-pero-a-esta-casa-no-me-traigas-una-barriga de los cubanos). Acudían gays, lesbianas, chaperos, muchachos cuyo medio social era aquél o buscaban una relación ocasional de cualquier tipo: gente de cualquier edad. Casi siempre en parejas y bastante ostentosos –como cuadra a la cubanidad, más si es habanera-. En otra ocasión nos llegamos a una casa de vivienda en el barrio de La Víbora: estaba arreglada en forma de cabaret y muy iluminada. La hostess –un travesti- vestía glamorosamente y recordaba a Cher o Barbra Streisand. Era muy agradable. Cuando acabó el show salió a sentarse en la mesa de unos amigos: era un muchacho flaco, coquirrapado -¿padecía HIV?-, vestido de manera sencilla.

Nuestro cuartel de operaciones para el viaje a Curazao fue la casa de Alejandro. La visa no llegaba, pues las elecciones de la antigua colonia coincidieron con nuestro viaje. No quedó más remedio que esperar cuatro días: desde Curazao presentaron excusas y estuvieron de acuerdo en liquidar todos nuestros gastos durante la espera.