viernes, 23 de marzo de 2012






El regreso del descanso post-Cunagua acarreó nuevos alumnos.  La gente que significó más en mi juventud: Carlos Victoria, Rogelio Quintana, Iván Pérez Carrión, Adrián Bosco, Ignacio Vázquez y otros. Mi afinidad con ellos fue casi instantánea a pesar de que pertenecíamos a promociones diferentes, con raíces, educación e historias disímiles. De alguna manera, a pesar de las distancias o las vueltas que ha dado la vida, todos hemos seguido siendo la misma tropa de muchachos atrevidos y poco amigos de lo formal.

De todos ellos el que siempre ocupó un sitio especial fue Carlos Victoria. Provenía, como Adrián, Iván y Rogelio de la escuela Mártires de Girón, que es un Pre muy grande a las afueras de La Habana. Era un chico delgado, pequeño, muy suave, con  aspecto de abandono y tristeza. De esas personas que parecen –como lo diría una telenovela- “tocados por el destino”. No resulta fácil entrar a su intimidad, pero me imagino que mi apariencia de tipo ingenuo también tiene sus facultades y nos hicimos amigos enseguida.  Ignoro por qué después de salir de Cuba no quiso saber más de versos, siendo tan buen poeta como lo era entonces –de hecho conservo muchos manuscritos suyos de esos y posteriores años. Se dedicó a la narrativa. Carlos arrastraba algunas camaraderías de Girón; entre las que estaba Abraham, un chico que entonces estudiaba Medicina, de cara ovalada y hablar rápido al que llamaban El Moro, cuyo buen humor inagotable me hizo conocer una Habana diferente a la de los cabarets y restaurantes. O quizá no era otra Habana, sino que los mismos sitios vistos desde otro ángulo y rodeados de otra fauna humana me resultaban desconocidos. Siempre tenía algo para hacer reír. Íbamos mucho al cine. A cines de barrio situados en avenidas lejanas y problemáticas para mi, o a tandas poco frecuentadas en los mismos cines de estreno –Yara, Riviera, La Rampa, la Cinemateca-. Había también una muchacha rubia -se llamaba algo así como Alina- enamorada de otra chica. Ella insistía en que Carlos Victoria la telefoneara en nombre propio para burlar la salvaguarda de la madre. Mi amigo, tan poco hábil de por sí o en desacuerdo con todo fingimiento, lo hacía con su voz de barítono, aunque identificándose con el nombre de la rubia: imagino la confusión de la señora ¿Un macho con nombre de mujer?

Fue una etapa de interminables conversaciones y confesiones hasta el amanecer: Carlos era bastante nihilista y su pesimismo natural –que no provenía de una pose juvenil sino de una historia y visión del mundo casi opuestas a la mía- chocaba contra esa especie de clasicismo positivo (rayano en la simpleza) que me ha poseído y me posee. En nuestras propias palabras, Carlos representaba el NO y yo el SÍ. Ignoro si era una buena definición: en todo caso, de ese modo nos veíamos a nosotros mismos. Mi raíz familiar tiene poco de sorprendente e irregular, pero la de Carlos –oriundo de Camagüey- estuvo plagada de engaños, estrechez y desamparo. Calculo que para él, la Religión haya significado más apoyo que para mi. Por ende, el abandono de esa fe debe haber sido más doloroso. Aunque no sé, pues nunca ha abandonado totalmente su cristianismo evangélico. Ni yo el catolicismo.

Hablando y hablando, pronto empatamos cabos y resultó que mi gran amigo Nikitín Rodríguez Lastre también lo era suyo. Toda aquella legión camagüeyana radicada en Santiago eran amigos o conocidos. Y así salieron otros muchos, entre ellos otra vez David Lago, el silencioso, alto, rubianco y ojiverde, con la apostura exclusiva de su juventud, siempre como un personaje que cruza al fondo de la escena. Carlos y yo emprendimos un viajar inagotable entre La Habana y Matanzas. Nos fascinaba el tren eléctrico de Hershey que sale de Casablanca y hace un trayecto recoleto y hermosísimo. No recuerdo bien a qué íbamos a Matanzas: probablemente era sólo por el vértigo de aquel convoy casi anónimo en el que podíamos hacer el trayecto de ida y regreso en breve tiempo. Una vez fuimos a ver a Nikitín: el Conjunto Dramático de Oriente estaba de gira y era nuestra obligación ir al teatro Sauto a encontrar al amigo.  Carlos Victoria sentía verdadera debilidad por los trenes: los amaba y odiaba a la vez.