martes, 3 de enero de 2012

El ’50 se llamó Año Santo. No sé por qué guardo el recuerdo de la zanja que pasaba por debajo de la entrada de casa, llena de fruticas rojas de ficus entre las enormes raíces, y yo caminando sobre las hojas caídas. No entiendo por qué guardo esa imagen con la seguridad de que sucedió en el ‘50: puede, porque me veo muy pequeño. Ese Año Santo el cura de Cuabitas viajó a Roma. Trajo una serie de rosarios supuestamente bendecidos por Pío XII: uno de ellos correspondió a Bebé. Para mí era un objeto venerable y se conservó en una gaveta hasta hace poco. Después vinieron las verbenas: allá siempre hubo la ilusión de erigir un edificio para que vivieran curas y la capilla se convirtiera en parroquia. El edificio se construyó: hoy día funciona allí una escuela pública. Lo de parroquia no se logró. Pues bien, las verbenas servían para reunir plata. Creo que una se celebró en el ’50 y otra en el ’51. El solar donde luego se levantó el edificio estaba desocupado y lleno bejucos de coralillo. Había varios kioscos y frente al correo armaron una valla de gallos pequeña que la guardia rural clausuró. Como si fuera tan amante del orden. Por esos días había una epidemia de gripe que llamaban “la coreana”, seguramente por la guerra de Corea. Dentro de la iglesia colocaron un micrófono y  afuera varias bocinas. Empuñé el aparato y empecé a dar un discurso sobre la imposibilidad de que la coreana detuviera las verbenas, así como recomendaciones sobre la enfermedad. ´Ese feo vicio de los discursos arrasó mi niñez como un tsunami, y  creo que proviene del exceso de programas radiales políticos que se escuchaban en casa –Chibás, Pardo Llada, Millo Ochoa. En todo caso me entrenó para hablar en público con desenvoltura y cierto buen humor.