jueves, 5 de abril de 2012

 LA ESQUINA DE LAS CALLES Calzada y D, en El Vedado, fue uno de los lugares de preferencia para esta generación tormentosa y callejera. Las cuatro esquinas estaban formadas como sigue. El teatro Amadeo Roldán, construido en la década del ’30 y que funcionaba con el nombre de Auditorium; luego perdió este musical apelativo, aunque más tarde un incendio y la subsiguiente restauración se lo hicieron recuperar. Sus fachadas muy decoradas presentan varias puertas a las que se sube por escalinatas.

Cruzando la calle Calzada queda el café El Carmelo. De acuerdo con www.periferia.org, en 1859 comenzó a urbanizarse el reparto de El Carmelo, que se continuaría en 1883 en un conjunto que tomó finalmente el nombre genérico de El Vedado. O sea, que hablamos de un sitio muy arraigado. Aunque su casa matriz se halla en la calle 23, El Carmelo de Calzada  es más grande que el otro. Se trata de una cafetería con fuente de soda, bar y restaurante cuyos productos más populares son helados y sandwiches: tiene muchas mesas dispuestas en dos amplios portales que se prolongan sobre la acera con enormes toldos. Da la idea de un gran chalet hecho de sombra, fresco y paz.

En la tercera esquina está el Parque de Calzada y D, cuyo nombre oficial era Parque Gonzalo de Quesada. Es uno de esos espacios urbanos tan corrientes en Cuba- ni una plaza, ni exactamente un parque- que contiene muchos bancos, árboles y algunas estatuas. En este caso, la estatua era la del dios Neptuno, erigida en 1838 a la salida de la bahía habanera con el ánimo de despedir y recibir a los marinos; se hallaba de paso por allí, pues había sido sacada de su emplazamiento original ignoro si por un ciclón o por el celo de algún edil temeroso de auspiciar sentimientos místicos -en definitiva Neptuno es dios- y devuelto al sitio de origen sólo en 1997. Este parque era y es uno de los lugares de mis sueños: muy bien resuelto en el gusto ecléctico de la República, su mezcla de funciones lo hacen muy especial. Recuerdo que una noche, discutiendo algo en uno de sus bancos, oí una pelea a tiros digna de cualquier película de la serie negra. Nunca llegué a saber por qué fue, quién disparó ni en qué paró el tiroteo.

La cuarta esquina está ocupada por una gran residencia con jardín arbolado muy frondoso: en ella se halla la Comisión Cubana de la UNESCO.

El otro sitio amado por los hippies cubanos fue la marquesina del Yara - antiguo cine Radiocentro- en la misma esquina de L y 23. Aunque para hacerme comprender hablé de hippies cubanos, y en Cuba no hubo verdaderos hippes. Eran muchachos de la Onda, concepto muchísimo más abarcador que no implicó una ideología, sino una actitud general ante la vida. La Onda fue absolutamente urbana; conocí grupos en La Habana, Camagüey, Holguín y Santiago de Cuba, lo cual no quiere decir que en otras ciudades no hayan existido. Hippy era lo que se ha visto en las revistas o en el cine, y repito: en Cuba no los hubo. Había jóvenes de clases sociales con el denominador común de carecer de algo o haber sido rechazados por algo; o sea, que había desde soñadores y poetas hasta delincuentes. Se bebía bastante, pero lo más cercano a la droga eran el Aktedrón y el Dexaktedrón que quitaban el sueño –ideales para estudiar y leer- y hacían hablar mucho. Fue bajo el efecto del Aktedrón que Benny Bola de Humo y el escultor Stable ganaron campeonatos de tiempo hablando sin parar. Ellos no consumían droga. Sé que en el campamento de hippies cortadores de caña de Verdún alguien hizo té de flor de campana y sintió que podía volar: se lanzó de un techo y casi se mata. Si Carlos y yo conocimos el hachís fue por un norteamericano de la brigada Venceremos que trajo una pipa con algo de pasta, y nos las dejó.

Todos amaban la música, y entiéndase por ella la pop: nacieron verdaderos eruditos en la obra de los Beatles y la nube de grupos musicales que pobló los ’60. Muchos carecían de casa o se habían fugado de ella; al no tenerla fija, dormían en cualquier sitio. Otros eran especialmente activos: en aquella época sin sida, el ideal de cualquier joven era ser promiscuo. Como tampoco existían grupos o partidos -ni siquiera comunidades, todo fluía a través de la individualidad. No existían grupos de gays, o de artesanos, o de músicos, pero sí muchos negros. Todo dependía de tu persona, de cómo eras. La inmensa mayoría era gente joven, aunque había individuos de cualquier edad. Entre los nombres que no se han ido de mi mente está el de Evelio Caviedes -Benny Bola de Humo- que escribía cuentos sobre un chicuelo llamado Pelusa; Miguelito el Águila, alto, delgado, de raza indefinida, rasgos levemente achinados, generalmente enfundado en jeans estrechos: Miguelito adoraba las mujeres, la bebida y la vida trashumante; Benjamín Ferrera, gordo, peludo y feo, pegajosamente nostálgico cuando bebía, muy buena persona y literato a ratos; Omar el Indio, que había sido marinero y miembro de no se qué cuerpo armado era el hombre fuerte que su apodo sugiere: prefería el sexo, los pequeños negocios y la bebida. Ya he hablado de Loquillo -en realidad nunca se ha hablado suficiente de Loquillo- que era pequeño, rubianco, fuerte, no bonito -ni siquiera atractivo-: parecía una persona maltratada, nunca estaba bien vestido, como si acabara de salir de una riña; jamás supe donde vivía, sólo que venía al Vedado montado en un caballo que amarraba en el fondo de una furnia -el Vedado está repleto de ellas- entre 23, 25, L y J. Creo que estaba -y sigue- loco. Mamacusa le decían a un gay llamado Juan Eduardo, el cual amaba a un jovencito delgado, delicado, pálido, de gafas y facciones regulares llamado Calixto. Quizá Calixto le pidió a Juan Eduardo que lo llevara de vacaciones a una playa y éste, no poseyendo los medios, decidió robar unas joyas. La víspera de partir fue detenido y condenado a varios años de cárcel. La historia de Mamacusa -una persona muy querida- conmovió a toda la Onda, tanto porque Calixto despareció para siempre, como porque al salir de presidio J.E. se juntó  a otro muchacho parecidísimo al primero.