lunes, 23 de enero de 2012


Meses después, mi padre trajo a casa un magnífico radio Philips con ojo mágico en el que se oían clarito todas las estaciones piratas de los rebeldes, así como lo que se decía desde los aviones. Yo estaba fascinado. Indio Azul, Indio Azul a Indio Apache. Cambio. Me encanta todo lo que tenga que ver con hablar a distancia, radio, teléfono, fax, correo electrónico, chat; entonces no había la mitad de estas cosas, pero no importa. A mi no había quien me sacara de al pie del radio. Ni a mi padre tampoco. Todas las noches nos reuníamos a oír los partes del Ejército Rebelde. Y cada día venían más amigos de papá a hablar mal de Batista y a contar lo que había sucedido hoy. El cerco se iba cerrando sobre Santiago de Cuba y las rastras del expreso del que papá era agente eran tiroteadas por la Carretera Central.

Ya en noviembre del ’58 hubo que irse de Cuabitas, que pasó a ser territorio de los rebeldes revolucionarios. El trece de ese mes, fiesta de san Estanislao de Kostka, mi mamá, Virginia y yo nos mudamos a casa de mi tía Mercedes Desquirón  y su marido Cuchi. Se quedaron en casa mi padre, una criada –pues la otra ya se había ido para la loma detrás del novio alzado- y Bebé; por el día era un vecindario más bien aburrido pero por las noches los barbudos recorrían las calles y hacían visitas. Aquel fin de semana, yo estaba loco por ver a los mau-mau –que era como le decían a los rebeldes-. Mi padre nos subió para la casa de Cuabitas después de almuerzo. Cuando cayó la noche, empezaron a llegar alzados que bebían café, se reían, fumaban, hablaban alto, cargaban unas provisiones que había llevado papá y prometían regresar. La mayor parte de mis contemporáneos vieron a los rebeldes después que bajaron de la Sierra: yo los vi antes, cuando todavía no habían ganado y tenían que caminar de noche y dormir de día. A la mañana siguiente, Cuabitas amaneció inundada de soldados del Ejército de Batista, los temidos  “casquitos”. Qué horror. Ocuparon la callecita de casa y se atrincheraron en las cunetas. Ante tanto despliegue era claro que había que regresar a la ciudad: el tiroteo estaba a punto de comenzar. Íbamos a pie  hacia Santiago atravesando el montón de camiones, jeeps y soldados, con el lío de ropa de cama bajo el brazo. Qué sensación de desamparo, caminar entre toda aquella gente que gritaba órdenes y rastrillaba las armas. Poco después del Puente Purgatorio mi primo Sergio vino en su Buick antediluviano –el Viscount, le decían- y nos llevó hasta Calvario, entre Santa Rita y Princesa, donde vivía mi tía.
El día antes de mi examen de paso a cinta verde, hubo que cerrar nuestro dojo y guardar el tatami: los casquitos[1] ocuparon Cuabitas.


[1] Soldados jóvenes de la Fuerzas Armadas batistianas. Todos usaban casco.