jueves, 8 de diciembre de 2011

Siempre he pensado que Cuabitas fue una especie de bolsón donde ni el siglo XIX había terminado, ni las diferencias sociales eran tan escandalosas. Las había, claro está. Mi casa no era como Villa Elvira – la de don Emilio Bacardí- ni como la de Pedro Rodríguez –el viejo carpintero, veterano de la Guerra de Independencia,  padrino de Bebé- era como la mía. Sin embargo, para Nochebuena no faltaba una cena sabrosa en todas: del lechón asado había que sacar dos buenas postas, bastante congrí, dos trozos de ñame blanco, un poco de ensalada de lechuga y tomate, dos pedazos de turrón —Jijona y Alicante—, algo de vino. Se servía en platos bonitos y se llevaban a la casa menos favorecida. No era para matar el hambre sino para festejar. Lo lógico, al crecer, era no desechar la ropa que quedaba chiquita, no tirar los libros del curso pasado ni los juguetes de cuando éramos menores; nada de eso era limosna, sino un proceso lógico que a nadie se le ocurriría considerar favor. Se daba las gracias por educación, pero era cuestión de orden aproSvechar las cosas y dar a quien tiene menos. Mi barrio era un sitio muy tranquilo donde las casas se abrían por la mañanita y no se cerraban más hasta bien entrada la noche –se decía abrir como una iglesia. Todas eran amplias y en todas había sembrados de frutas y flores.

Otro personaje era Dubois –Dugúa, como yo le decía. Al coronel del Ejército Libertador Eduardo (Lulú) Dubois Castillo, hermano del General Carlos Dubois Castillo -cuyo nombre bautizó republicanamente a la calle de los Barracones, corazón de la bayusería santiaguera y sitio donde en tiempos de la Trata se encerraban a las piezas de ébano antes de venderlas-. Lulú estuvo casado con Isabel Sagebién, de la cual tuvo dos hijos, Margot y Lalo. Margot murió en un accidente del tránsito por los años ’30. Se inauguraba una casa en Vista Alegre y hubo una fiesta a la que ella asistió con sus padres; al regresar de madrugada, cuando subían la Loma de Quintero, un camioncito cargado de harina que bajaba a toda velocidad echando regatas con otro, se estrelló contra el auto de Dubois. Margot resultó muerta: los demás, ni un rasguño. Lalo siempre fue un malacabeza y cuando su padre lo puso a trabajar en la Aduana santiaguera, hizo un desfalco que se descubrió y ya estaban al cogerlo preso. Había que sacarlo de la Isla y nada mejor que fletar una avioneta para que lo dejara en Santo Domingo. Pero Lulú no tenía dinero porque estaban pasando una mala situación: por fin la vieja cocinera –Juliana, que había visto nacer a Lalo- puso los cincomil  pesos de rentar el aeroplano y así pudo escapar. Lalo pasó unos años en Dominicana y después regresó, entonces vivió escondido en la casita del jardinero, en el fondo del jardín –pues ya lo del desfalco no se recordaba- hasta que el Gobierno decretó un indulto y entonces pudo salir. Casó con una muchacha de buena familia, empleada de El Encanto, y se puso a trabajar en el nuevo aeropuerto haciendo señales a los aviones para que parquearan en el sitio correcto.



Bebé era Bebé. Isabel Peralta Cabrera. Cuando se afirma que los cubanos tenemos un esquema extendido de familia, es totalmente exacto. ¿Quién podía ser más familia mía que Bebé? Y sin embargo ni biológica ni legalmente lo era. Antiguamente se usaba que los amigos íntimos pasaran a formar parte de la familia. Y Bebé era amiga de mi madre y mis tías desde su infancia; como nunca se casó y mi madre estaba tan atareada cuidando de Virginia y de mi, nadie vio mal que Bebé me “adoptara”. Vaya, que se ocupara de mi. En mi casa, claro, pero que se ocupara ella. Y así lo hizo. Trató de trasmitirme su visión del mundo; aunque quise  mucho, en esto fracasó en el 60%. Creo que desde que nací he tenido  opiniones, y encierro en círculo rojo casi todo lo que suene a bobería. Al 40% en que triunfó, pertenecen el folclor español y porteño, ciertas películas, los comics, muchas historias y mi facilidad para hacer el ridículo. Todas las tardes había que dormir siesta y la encargada de dormirme era ella: se mecía en un balance, me cargaba en su regazo y empezaba a cantar pasodobles y tangos.

En Cuabitas era costumbre de Navidad pasar por casa de los vecinos y visitar sus arbolitos y nacimientos. Un matrimonio amigo de mi padre había viajado ese año a las Cataratas del Niágara  y trajeron un souvenir consistente en una lámpara en forma de Niagara Falls con un mecanismo interior que giraba y daba la impresión de agua cayendo: a la señora de la casa no se le ocurrió nada mejor que insertar la lamparita en medio del nacimiento. Cuando le tocó el turno, la visitamos y todo el mundo celebró su montaje –en realidad tenía grandes figuras de yeso policromadas y  montañas de papel encerado grueso, pintado- Yo, en cambio, proclamé alto y claro, ¡pero las cataratas del Niágara no están en Belén! Por poco mis papás me hacen talco, aunque acabaron riéndose.