jueves, 13 de septiembre de 2012

Nuestro apartamento quedaba cerca de la casa del presidente Balaguer (que vivía en la Avenida Máximo Gómez): el frente siempre estaba lleno de gente que iba a pedirle cosas y de militares que hacían guardia.

Nos habían aconsejado: Aprovechen que son blancos. Caguen en medio de la calle y no les harán nada. Realmente, la mayoría de los dominicanos son barrigones y mestizos como los que en Cuba llamamos jabaos. Con perdón, nos costó mucho ver una muchacha bonita. Negros no vi muchos. Recuerdo que había un adversario de Balaguer al que achacaban origen haitiano, pues ven a los haitianos como inferiores. Los blancos muchas veces eran cubanos.  En Quisqueya se reivindica la raíz india, aborigen: en fin...

Mi familia llegó de Puerto Rico alrededor del seis de diciembre y se alojaron en un hotel del barrio de Gazcue llamado Cervantes. Gazcue es el equivalente dominicano de El Vedado; en realidad se parecen mucho. Me imagino que si  Mario Coyula escribiera un artículo sobre Gazcue hallaría al habanero infinitamente superior, pero el hecho es que ciertamente se asemejan como primos hermanos. Isabel y su hija María del Carmen fueron muy cariñosas: me regalaron millones de ropas y llevaron una cámara de video para filmar lo flaco que estaba. Entre la cámara y las tiendas nos divertimos mucho y por las noches íbamos a un restaurante típico, llamado Mi conuco. Tenía una onda muy alegre, a lo Cibao. Observé que tanto las muchachas como los muchachos eran muy jóvenes, servían a las mesas, cantaban, bailaban y -según creo- todo lo demás. Me fascinaba aquel sitio. Ahí probé el famoso sancocho, que evidentemente pertenece a esa familia de platos caribeños descendientes de la olla podrida que comparten con  el ajiaco y la caldosa. Dominicana se parece tanto a Cuba que de momento no sabes dónde estás: el aire, el sol, los árboles, las flores, la gente, la comida. Todo.

Dominicana es mucho más nacionalista que Cuba: dondequiera suena el merengue –y cuando digo en todas partes quiero decir eso mismo. En la radio encuentras sólo una o dos emisoras con música extranjera, el resto es merengue- incluso en todos los conchos (taxis ruteros rectos) suena la música nacional; los sábados por la noche los varones que tienen auto lo cargan con sus equipos de audio y recorren el el Paseo Marítimo. Y a sonar merengues a todo volumen.

Se diferencia de Cuba en que nosotros acogemos todo –venga de donde venga- con fervor excesivo, sin embargo ambos pueblos prefieren la música a mucho volumen. Allá tampoco observé la devoción cubana por los helados – que los venden magníficos-, el pan y los dulces “de harina”.

Culturalmente hablando, Cuba es más abierta al mundo; su drama es otro porque se encuentra en una perenne tensión. Aunque quisiera, jamás perdería su identidad, por eso me parecen gratuitas las reafirmaciones o búsquedas: ¿para qué? Como dice Virgilio Piñera: la maldita condición del agua por todas partes... y al lado de un país tan poderoso. Creo que mi isla hace bien siendo tan indiferente; pero sucede que aquí ni siquiera los negros son originarios legítimos. Los indios casi desaparecieron, los chinos vinieron de China, los blancos de Europa. Y todo el mundo, porque no le quedó más remedio. Hasta los conquistadores, porque la gente asentada y poderosa no anda pasando aventuras en tierras ignotas. Y así. Lo original de Cuba es la mezcla. Pero no como un café con leche donde unos se disuelven en los otros, sino más bien como un mosaico con miles de pedacitos de todos colores. Entonces Cuba tiene la facultad de admitir de todo y convertirlo en ese mosaico, que cambia su diseño de tiempo en tiempo. Esa es la naturaleza fagocitante de la cubanía. No el punto guajiro, ni el son de Oriente, ni la Virgencita del Cobre: ésas son manifestaciones de nuestra capacidad de engullir todo y convertirlo en otra cosa. La mayoría de las culturas tienen la misma capacidad, pero Cuba es muy pequeña y ello deviene naturaleza e identidad. En ese sentido estamos en las antípodas de las culturas asiáticas.  Por algo dijo Lezama que nuestra única tradición es la falta de tradición.


Albérico había logrado sacar del país varias cartulinas de  Servando Cabrera Moreno con la esperanza de venderlas y hacer algún dinero. Fuimos a ver a Lyle O. Reitzel, magnífico galerista conocedor de lo mejor del arte joven de Caribe. En realidad acogió muy bien a Eleomar Puente y a otros cubanos. Lo primero que hizo, fue fingir que no sabía quién era Cabrera Moreno y hacer que yo le diera una mini-conferencia sobre el tipo. Cuando ya imaginábamos que iba a comprar, dijo que tenía que ir a Miami, que le dejáramos las pinturas y al regreso nos daría lo que hubiera podido sacarles. Peor trato, ni mandado a hacer. Albérico estaba obligado: no tenía ni un centavo. Les dejó las piezas y nos fuimos muy tristes: Lyle prometió ir a USA después de Nochebuena y regresar cerca del diez de enero. Así que Navidad y Año Nuevo pasarían sin dinero, salvo las propinas que podían dejar caer mi familia o el primo de Albérico.

Por esos días quien cayó allá fue Carlos Victoria. Yo me sentía como una especie de virgen de fátima o dalai lama que la gente va a ver. Claro que en el caso de Carlos no era exactamente así: compartimos años de amistad, mil sucedidos y un epistolario larguísimo. Era lógico que fuera a Santo Domingo. Me alegré mucho cuando me dijo que vendría. Aunque sólo fuera un día, no importa. Ya se sabe que él trabaja en lo que aquí llaman El Libelo de la Mafia -título rimbombante y enardecido, paralelo a La Hiena de Birán -; además, en ese tiempo su madre, Estrella,  estaba viva y para rematar, existía un gato a quien Carlos prodigaba un cuidado especial. Se alojó en un hotel llamado Plaza Naco que me dio la oportunidad de conocer esa parte de la ciudad: como su visita duraría sólo veinticuatro horas, fuimos a un sitio llamado el Museo del Jamón, frente al Alcázar de Colón, donde comí un durísimo, casi correoso y carísimo jamón serrano. Luego pasamos horas, hasta la madrugada, conversando en la bonita suite que consiguió gracias a no sé qué gestión. Antes había llamado por teléfono a Estrella para saber cómo andaban ella y el felino. 

Al medio día siguiente salimos a caminar y pasamos por un cobertizo repleto de máquinas de escribir; de pronto dijo Esto es ahora o nunca: dime cuál máquina quieres. Respondí que ninguna. Realmente no me pasaba nada por la mente: ni eso ni otra cosa. ¿Cargar un aparato? Ni loco. Yo todavía no sabía de computadoras, pero creo que aún sabiendo no le hubiera pedido una. Realmente me dio mucha alegría verlo y que se hubiera  molestado en venir hasta Santo Domingo. Era como recuperar a alguien que ya  tenía por muerto, como asomarme al Otro Lado. Me imagino que para él debe haber sido un poco eso mismo. Por multitud de razones, aquel viaje tuvo mucho de recuperación para mí