lunes, 17 de septiembre de 2012

No habíamos olvidado que el principal objetivo de nuestro viaje era recuperar la exposición De otra Isla, que yo mismo había contribuido a curar dos años atrás. La hallamos, sí, en un instituto para enfermedades pulmonares propiedad de cierto amigo de Cuba. En buen estado. Para regresarla, debíamos pagar exceso de equipaje a Cubana de Aviación. Debo decir que el Fondo Cubano de Bienes Culturales  no nos dio ni un centavo para ello –ni para tomar un café en el aeropuerto: Albérico vacilaba en pagar de su bolsillo por el exceso de equipaje. Determinarnos hacerlo de todos modos: cuando aquí nos vieran colorados y con varias libras más, todos pensarían que habíamos vendido los cuadros y nos habíamos comido el dinero. Total, el FBC de Santiago ni se preocupó por ellos. Al día siguiente de entregarlos en el Fondo, hallé uno de los cuadros con la huella de una suela sobre la superficie pictórica. Lo pisotearon,  pero no nos llamaron ladrones.

A mediados de enero regresamos por el aeropuerto de Sosúa, entre esa ciudad y Puerto Plata. Yo había rejuvenecido como quince años. En realidad casi nadie nos esperaba. Recuerdo que le traje a Abelardo un libro de cuentos de Fernando Villaverde. También traje la bellísima frase: Al corazón de la ahuyama, sólo la punta del cuchillo lo conoce. Y a Martica, mi camarera favorita de La Isabelica, un paliacate rojo. Estaba feliz. Después de tantos meses de dolor y necesidades, el haber visto algo diferente no tenía precio para mi.


El año  abrió una de las épocas más positivas  de mi vida. He titubeado mucho antes de escoger este detestable adjetivo pero hoy día, varios años después, todavía no encuentro una palabra exacta para definirlo. Fue un buen año, sí. Pero ¿bueno cómo? Incluso, relatar esos meses de manera medianamente ordenada me resulta difícil porque unos sucesos se encabalgan en otros: la vida no espera a que termine un episodio para comenzar el siguiente.

El hecho de volver causó cierto asombro y uno diría que hasta molestia para algunos. La etapa de hambre y necesidades de todo tipo seguía reinando sobre mi isla y en agosto del ’94 había ocurrido un exodus balserum: el tema de la hégira estaba sobre el tapete; además, pienso que mi familia de aquí –que se había quedado en casa durante mi viaje- probablemente habrá experimentado cierta decepción. En el FBC también, debido a la ley no escrita de “mientras menos bulto más claridad”. Detrás de un deceso, traslado o “deserción” siempre encontramos alguna esperanza de promoción o incremento de comodidades, por más lejana que pueda resultar. Es una ilusión profunda y sin verdadero cálculo.

Por otro lado, el efecto combinado de la alimentación, el sol –durante aquellas semanas recorrí la Ciudad Capital de cabo a rabo- y la satisfacción de haber logrado algo que la inmensa mayoría de quienes me rodeaban querrían para sí, me hicieron rejuvenecer. Desde la palidez delgaducha y tristona que se apoderó de casi todo el mundo en la isla,  me vi promovido a una pimpante rojez llena de historias y buen humor.

Ya he relatado cómo, al día siguiente de devolver la recuperada exposición, hallé uno de los óleos en el suelo de la galería del FBC con una huella de zapato nítidamente estampada en su superficie. Ni eso ni el hecho de que hubiesen cerrado definitivamente La Minerva en mi ausencia –el Fondo Cubano de Bienes Culturales suspendió la venta de antigüedades en todo el país-, lograron empañar mínimamente mi alegría. Ahora, libre, me dediqué a visitar a mi amigo Raúl Ibarra y beber café en La Isabelica con Abelardo y Frank –ante quienes disfruté provisionalmente una cierta dimensión digamos “heroica”. Aunque suene inelegante y hasta fuera de lugar, debo insistir en que cualquier viaje desde de Cuba, Faro de América Latina, en medio del Período Especial, de ninguna manera podía ser visto como otro cualquiera.