viernes, 14 de septiembre de 2012

COMO CASI TODOS LOS CUBANOS que van a hacer su primer viaje Afuera, le había hecho una promesa a la Virgen. Pero no a la del Cobre, sino a la de Altagracia. En definitiva vivo cerca de El Cobre: sucediera o no, alguna vez iría a verla. Por ello lo lógico era comprometer a otra Virgen: la de allá, la Altagracia –que de paso se llama igual que mi madre. Y bueno, ahora había que cumplir. Casualmente, los hermanos De La Salle tienen un colegio –Juan XXIII se llama- en Higüey,  la misma localidad donde está el santuario nacional de la Virgen de Altagracia. Y como fuimos a pasar un fin de semana allá, aproveché para cumplir mi voto.

El templo es enorme, mucho más que El Cobre, con mosaicos, pinturas y tallas en madera. Creo que lo fabricaron por los años ’50. Fui un domingo temprano, oí la misa y luego hice una larga cola para besar la imagen -eran  docenas de mujeres, niños, adultos y viejos- porque como la Altagracia es una pintura, no una figura de bulto, hay que subir hasta la parte superior del retablo, en donde está protegida por un cristal. Besé el aire; no le pegué la boca al vidrio a pesar del monaguillo que pasaba un pañito después de cada ósculo. Me fui tranquilo. Luego, en otras visitas, recé otro rato y oí otras misas en la misma iglesia, tan distintiva de la pompa trujillista.  

Higüey es un pueblo encantador y mi fin de semana resultó imborrable: el primo Tony quiso ir en su auto, pero se averió cerca de La Romana y desapareció por varias horas hasta que lo hallamos después de haber recorrido varias veces la carretera Romana-Higüey en medio de la noche. Era un station-wagon muy moderno y se bloqueó por una falla que sólo la agencia de la marca podía resolver. Tal cosa no es buena: es enojoso depender de una agencia; hacen falta vehículos que un buen mecánico pueda arreglar. El asunto es que regresamos al pueblo muy tarde y con hambre, pero a esa hora solamente funcionaban los chimichurris -carritos muy simples, donde se venden desde longanizas hasta pollito frito, pasando por plátanos maduros, chicharrones, papas fritas, etc. Creo que una de las cosas que más valoro de ese viaje son esos puestos llenos de golosinas olorosas en medio de la madrugada, con un farol o un bombillo, cajas de maravillas en medio de la noche.

La Nochebuena y el Fin de Año los pasamos en un convento, junto a unas monjas simpatiquísimas que para nada se parecían a las tradicionales. Me maravilló que en aquellas fiesta funcionaran los conchos merengueantes igual que cualquier otro día: un poquito más caros, pero perennes. El treinta y uno de diciembre, después medianoche, subí solo a la azotea de nuestro departamento. Pasé hasta las tres de la mañana mirando el cielo que ni un instante dejó de arder en fuegos artificiales. La enorme cruz del Faro de Colón se  proyectaba en las nubes. Me dio ganas de llorar y como nadie me veía, lo hice. Creo que fue un buen augurio para aquel año ’95 que estaba comenzando. 

Días después volvimos a ver a Lyle: dijo que había vendido los cuadros a un precio bastante modesto. Era sábado y casi mediodía, nos dio un cheque que por poco no podemos cambiar a causa de la hora. Por fin Albérico podría comprar la pacotilla  tan imprescindible para el crédito de cualquier cubano que sale de Cuba y regresa.

Como una tromba recorrimos una serie de comercios. Esa noche, despedida de Santo Domingo, nos fuimos al Paseo Marítimo a beber: a la altura del Hotel Sheraton se me apareó una prostituta y me agarró  la portañuela. Cuando se despegó me toqué el dinero del bolsillo y vi que no se lo había llevado. Eso creí. La sorpresa fue al día siguiente al pagar en el supermercado: la puta me había sacado el billete que estaba por fuera de los demás y que, para mi mala suerte, era el de mil pesos (claro, el bultico seguía en su lugar). ¡Dios es grande!: ¡que me robe una mujer! Fue lo único malo que me pasó en Santo Doming
o.