lunes, 3 de septiembre de 2012

Ese año de 1991 publiqué mi primer libro de poesía, El Jugador.

Tenía 45 años. Contenía poemas de mi peor época de proscrito,  dos o tres pertenecientes al Libro de Roberto, de 1970. Fue una horrible edición que más parecía un cancionero de los años ’50: papel malo y espantosa tipografía; la portada era un grabado de Jorge Hidalgo reducido casi al tamaño de una estampilla. Si el original era mucho mayor y en impresionantes tintas color tierra quemada, esta versión azulita daba pena. Leyeron bien: escribí azulita. La edición tenía una sola y gran virtud: ni una errata. Se lo agradezco a Casio Palma. Ciertamente, salió en uno de los peores momentos del Período, cuando imprimir era casi inalcanzable. El libro participó en el concurso Heredia del año anterior y pasó sin pena ni gloria. Sin embargo lo publicaron y ello fue mi mayor premio.

Poco antes habíamos tenido una lectura de poemas en la Sala Bofill –en el vestíbulo del Cine Rialto-. Entre la gente que leyó, estaba un joven cobrizo de ojos brillantes y voz agradable. Buenos versos. El muchacho se llamaba Abelardo Bélico.

   
Antes del año de estar en el Fondo decidieron crear una tienda de antigüedades llamada La Minerva y ponerme al frente de la misma. Aunque no tenía la mínima habilidad comercial, acepté con gusto: en Santiago jamás había existido un sitio de ese tipo y yo estaba seguro de que, regados por la ciudad, había muchos objetos de valor esperando que los recogieran. En definitiva me sobraban conocimientos e imagen física. La Minerva se inauguró en 1992 en la esquina de Heredia y Calvario, en lo que fue una barbería. La habilité con algunos muebles –un secreter de marquetería, un silloncito de caoba oscura, un balance republicano, cuatro sillas de comedor inglesas, una mesa “de perillas” con sobre elíptico de  mármol-, algunas acuarelas de Rodolfo Hernández Giró, un óleo del dominicano Luis Desangles, dos pequeñas repisas y varios candelabros de iglesia –de calamina—. Me asenté en ella. Le agregué varias plantas y La Minerva se volvió algo mágico.


A los pocos meses mi fama como anticuario había corrido por dondequiera: venían docenas de personas que querían una opinión o deseaban vender algo. Dos o tres veces tuve que actuar como experto de la Policía en casos de robo. La Minerva se convirtió en centro de reunión: la intelectualidad elegante y alegre de Santiago siempre encontraba un pretexto para fumarse un cigarrillo junto conmigo. El hecho de estar en una esquina y tener puertas hacia ambas calles siempre me hizo temer por mi seguridad: un ciclista que quisiera lanzar un ladrillo o una lata de excrementos bajaría a toda velocidad por Carnicería, al no poder dispararme doblaría por Heredia, entonces lanzaría y haría blanco. El ambiente cuidadoso y mi entusiasmo para recibir a personas agradables me hicieron conocido.

Un problema de ser anticuario es que por lo general las personas que poseen algo creen que son dueños de un tesoro, y cuando les dices la verdad, piensan que las engañas o te burlas. Jamás pagan por una consulta; sucede que en realidad quieren vender, y como ya has dicho que no vas a comprar, se sienten frustradas. Casi las únicas personas dispuestas a adquirir una antigüedad eran turistas extranjeros: en medio de una crisis económica, lo que necesitaban  y querían los ciudadanos corrientes era vender. Sólo más tarde algunos artistas decidieron invertir sus ganancias en objetos de arte. Para ser anticuario de verdad, aparte de saber de arte y de cómo va el comercio, debes tener paciencia y dinero: lo lógico es comprar de inmediato y vender con beneficios. Lo demás es ilusión.


La Minerva no tenía éxito comercial, pero era bella y espiritual. La gestión económica del Fondo era de las peores: si alguien quería vender, debía dejar la pieza y la cifra a que aspiraba, luego la Comisión de Antigüedades se reuniría, determinaría cuánto pagar y, si se vendía, a fines de mes el vendedor recogería en contaduría el cheque correspondiente. Hay que decir que el Fondo siempre compró en pesos cubanos, a pesar de que el dólar se legalizó desde 1993. Una vez comprado el objeto, debía venderse al 141% del precio de compra, pero en dólares; o sea, que si comprabas algo en 100 pesos, no podías venderlo por menos de 141 dólares. Pura estupidez
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