viernes, 5 de octubre de 2012

Desde 1992 ó 93, cuando el Período Especial arreció, me di cuenta de que era imposible mantener una casa donde la única persona activa era yo.

La vejez de mi madre, la anormalidad de Virginia y el estado en que quedó Bebé después de su recuperación les impedía hacer colas, lavar, cocinar, limpiar, cargar cosas: yo lo hacía todo. Por eso tuve que pedirle a Bebé que regresara junto a su familia –en realidad la casa donde nació existía y conservaba allí una habitación. Aquello me afectó mucho porque es injusto que alguien que había hecho tanto por nosotros –y por mi en especial-  a través de los años fuera obligada a regresar a donde nunca le gustó estar, ya en la ancianidad, y con dificultades para andar-. Pero no tenía opción. La visitaba a diario, también le llevaba todos los meses los alimentos que le correspondían por el racionamiento , y mi madre iba cada vez que podía –casi siempre el domingo. Su casa y la nuestra no quedan distantes. Hoy, al cabo de más tiempo,, sigo reprochándomelo aunque tampoco he hallado otra posible solución. Por eso creo que es peligroso hacer por otro algo que ese otro no pueda corresponder. En esas deudas “impagables” ¿no resulta el uno como rebajado, y el otro listo para la decepción? La vida es imprevisible y a veces nos impide actuar como debiéramos. Si alguna vez Bebé se sintió decepcionada de mí y de mi madre: ¿le faltó razón?

A fines de 1995 hacía más de un año que mi madre no existía y mi hermana estaba en el asilo; sin embargo con Bebé nada había cambiado. Seguía siendo prácticamente una inválida,  sólo dejaba el lecho para hacer sus necesidades o sentarse durante un rato en un balance. Además, la senilidad se había apoderado de su mente. Yo seguía visitándola sobre las siete o siete y media de la noche.

La anciana perdía su mente por días. Empezó a tener alucinaciones en las que yo me presentaba: cruzaba un parque y conversaba con ella. Bebé lo comentaba como si fuese algo real. Imagino que otros han pasado por lo mismo y de seguro saben cómo se siente uno: la persona que alucina nunca fue de esa manera -todo lo contrario- y ahora sí, irreversiblemente.

Sus últimos días deben de haber sido muy tristes. O quizá el juicio ausente se lo ahorró. Alguien tan activo y paciente merecía mejor fin.

Hacia el verano del ’96 falleció y está sepultada en Cementerio de Santa Ifigenia, en el panteón de la familia Henríquez Lauranzón (el ingeniero Eduardo Henríquez, hermano de padre Max, Camila y Pedro Henríquez Ureña, fue un vecino nuestro muy querido).

La mañana que enterraron a Bebé llegué tarde al trabajo. Nadie me preguntó qué había ocurrido.

Generalmente trabajaba hasta las cuatro o cuatro y media de la tarde. Vista Alegre no es un barrio desagradable. Alejado de mi casa sí está –entonces Caguayo no tenía autos como después-, pero sus residencias espaciosas, sus jardines y sus calles lo embellecen: de hecho está concebido como una ciudad jardín  de principios del siglo XX. La Avenida de Manduley lo divide en dos: hacia el final de la misma, cerca de calle 17,  trabajábamos nosotros, en una vivienda antigua de cuando empezó el reparto.

Dos o tres casas más allá del estudio de Lescay, donde funcionaba Caguayo, había visitado durante mi infancia a los desquirones: después de vender la casona de San Jerónimo 8, se mudaron al barrio chic. Mi tío abuelo Pimpín me enseñó unas revistas muy antiguas: en una de ellas aparecía el retrato de un antepasado nuestro, de perfil (años después, cuando mi pariente Robert Gardère-Desquiron me obsequió las memorias de Michel Desquiron, reconocí la efigie entre los documentos gráficos). Terminaba alrededor de las cuatro de la tarde y bajaba a beber café con Frank y Abelardo. Todavía éramos muy cercanos. Frank o Abelardo –o ambos- me acompañaba luego hasta la parada de la ruta 16, la de regresar a casa.

Mi prima Xiomara vivía conmigo: sus hijos iban y venían. Recuerdo que entonces Xiomarita no sabía cocinar: sus comidas eran desabridas. Una vez le pregunté por qué preparaba así los alimentos y me respondió que a sus hijos no les gustaba el ajo ni ninguna especia. Era que no las conocían, pues en cuanto les dio comida condimentada la hallaron suculenta. Más tarde  aprendió a cocinar y es muy buena. Su hija Elsita también.

En fin. Yo nunca había hecho el papel de pater familias ni nada por el estilo. Pero aquellas mujeres podían más que yo. Hasta que un día –sin más allá ni más acá- Xiomarita lió sus bártulos y regresó a su casa, aunque no medió entre nosotros la menor discusión y se ha convertido hasta hoy en mi mejor cuidadora y colaboradora.