lunes, 26 de diciembre de 2011



Como ya contaba casi cuatro años, me pusieron al kindergarten -que así se llamaba el Pre-escolar- en la misma casa donde había visto a Chibás —La de los Dumont. Rosa acababa de graduarse de maestra, no tenía trabajo, era encantadora y su casa quedaba junto a la de mi abuela. Y como todo lo hacíamos en grupo, a la manada de primos nos mandaron al mismo kinder. No sé si nosotros arrastramos aquella cantidad de niños o si fueron ellos los que nos arrastraron a nosotros, el caso es que el kinder de Rosita resultaba muy distendido. Además, los Dumont eran una familia fuera de lo corriente: el esposo tenía una casa de instrumentos musicales y distribuía las películas de la Paramount Pictures. Como había sido bombero voluntario en su juventud, guardaba capa y sombrero negros tras la puerta de la habitación matrimonial: a nosotros  nos encantaba contemplarlos. La esposa, Aída Palma, era maestra de piano en su casa y tocaba órgano en la capilla de Cuabitas: tenía una chiva llamada Dorotea. Por las mañanitas, antes de clase, mientras Aída ordeñaba a Dorotea para el desayuno, me relataba el asalto de la bruja la madrugada pasada: esa mala mujer quería llevarse a la chiva, y las marcas de la puerta no se debían a la vejez de la madera ni al comején, sino a las uñas de la hechicera. Yo hallaba muy natural que una bruja batallara noche a noche por secuestrar a la chiva: escuchaba los relatos muy atentamente pero sin gota de miedo. Samuelito era el varón más joven: vivía en un cuarto pequeño que daba al salón de clases. Tenía las paredes tapizadas de retratos de mujeres en cueros o con las tetas al aire, aparte de no se cuantos almanaques de pin ups. La muchacha menor de la casa de llamaba Violeta. Era una adolescente rubianca e inconforme. En aquel tiempo había un personaje de comic llamado Penny: Violeta era su viva estampa. Como en esa casa a todos les gustaba el trato con niños, se estableció entre todos un ambiente maravilloso.