martes, 16 de octubre de 2012



A mediados del siglo XVIII se llevó a cabo una gran rebelión esclava en la zona de El Cobre, la cual terminó obteniendo la libertad para los esclavos del Rey. M jefe estaba encargado del Monumento al Cimarrón –que a mi modo de ver es, en la totalidad de su obra, la escultura que mejor lo representa-, y a principios de 1997, se hallaba modelándolo. Meses antes se habían fundido dos tarjas de gran talla que produjeron bastante buena fama y dinero, por lo que el taller se hallaba en una etapa de mucho trabajo. Una tarde me encontraba allá con mi jefe cuando, sin darle demasiada importancia propuso que me hiciese cargo de una exposición en París para agosto de ese año. ¡París! ¡El sueño de casi cualquier poeta del Tercer Mundo! ¿Cómo no iba a aceptar? Mi corazón dio un vuelco.

Por si acaso, no lo comenté en la oficina y pospuse el hacerlo a Javier. ¿Y si se malograba? Por otra parte, quería hacerla lo mejor posible: probablemente nunca más tendría esa oportunidad. ¡Exponer en París! Elegí dos artistas: Miguel Ángel Lobaina con unos hermosos grabados y Jorge Adrián Pruna con varias acuarelas de motivos vegetales.

La historia es que durante su paso por la Ciudad Luz, Lescay conversó con Ivonet,  un productor que utilizaba un club de jazz , quien planeaba un “agosto cubano” durante el cual el local se ambientaría con la susodicha exposición. Ese club es una especie de templo internacional del jazz, con lo cual mi entusiasmo redobló. La encargada de conectar con París sería una inglesa que tenía en La Habana una oficina de producciones de espectáculos musicales. Solicité y me enviaron un croquis del sitio con medidas y poco a poco armé mi proyecto.


Los meses pasaban y se acercaba agosto. A principios de junio casi todo lo que me parecía necesario para el proyecto estaba listo. Sólo mucho después comprendí que no era así. A través del teléfono y el fax me mantenía en contacto con la inglesa de La Habana, portavoz del establecimiento para jazz. Al parecer todo estaba en orden.

En junio se declaró en Santiago una epidemia de dengue. Lo anoto porque la dirección política de la provincia prohibió terminantemente llamar a la epidemia por su nombre y advertir adecuadamente a la población. Recuerdo que un médico lo mencionó por radio y fue sancionado. Murieron algunos y enfermaron miles: una ciudad apestada es algo sobrecogedor.

Uno de los efectos del dengue es el descenso violento y súbito de las plaquetas. Alguien puede parecer normal ahora y agonizar dentro de cuatro horas. Eso ocurrió en Cuabitas, donde son frecuentes las personas mal alimentadas, los bebedores, la poca higiene y las otras mil dolencias que no matan pero debilitan el organismo. A medida que avanzaba junio, la gente enfermaba y eran hospitalizadas. Las calles se vaciaron y se hizo el silencio. Cuando enfermé yo –mi caso fue benigno-, los hospitalizados eran tantos que decidieron atenderme en mi casa. El Día de los Padres, a mediados de junio de 1997 –tradicional día de celebraciones hogareñas-, por mi calle no pasó nadie, ni se oyó una música.

El día siete de julio se inauguró la gran estatua del Cimarrón en la cúspide del Cerro del Cardenillo: el montaje, en una cima tan estrecha y empinada, fue una verdadera proeza de técnica y valor personal. Este no es sitio para hablar ella; solamente diré que al estreno vinieron ministros, dignatarios de la oficina parisina de la UNESCO, una nube de periodistas y gentualla del mundo cultural: todos treparon llenos de sudor y sorpresa por un agotador trillo abierto a toda prisa. Las silenciosas cumbres y el áspero paisaje hicieron que, a pesar de todo, resultara un acto lleno de recogimiento.

Por otro lado, las gestiones del abogado Rigual para rescatar el vehículo donado por el alemán avanzaban. Su éxito era no solamente previsible -¿que más que entregarlo podía hacer el Museo del Automóvil?- sino inminente.

En efecto, alrededor del día quince me presenté en el apartamento de la señora Josefa, como de costumbre. A la mañana siguiente fui al despacho de la británica, quien nada tenía para mi: acordamos mantenernos en contacto.

En la primera semana no sé cuántas veces la telefoneé. Nada. Sin embargo, mis papeles de viaje estaban ya listos. Cuando me entregaron el pasaporte, la visa y el permiso de salida, la busqué de nuevo. Inútil. En esos días se celebró en La Habana el XIV Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes: para cerrarlo, una popular orquesta ofreció un concierto masivo en el Malecón; se propiciaron no sé qué excesos de impudor y la orquesta fue castigada a dos años sin tocar en público. Lo refiero porque cada día que pasa, la tónica del espectáculo cubano se hace más y más informal. Lejos de decaer, aquella orquesta se convirtió en un icono y sus cantantes en  estrellas: ahora me pregunto si el arranque pudibundo no ocultaría el interés de alguien por disolverla.

Los días transcurrían y estaba claro que el hombre de París había perdido interés. Yo no tenía acceso directo a su teléfono desde Cuba; o sea, que me era imposible contactarlo. Por ello una tarde conversé con el jefe económico de la Fundación –que entonces era el moro Arafet - y le expliqué ampliamente la situación: me pidió veinticuatro horas más de paciencia. Al día siguiente llamó para decirme que se había decidido comprar mi billete de ida y vuelta a París. A los dos días, ya tenía el cheque y partí a las once de la noche del 4 de agosto de 1997.


Al medio día del 5 aterrizamos en la Ciudad Luz. Como se estaba haciendo una costumbre, nadie me esperaba. Por lo menos sabía que Cristóbal Ivonet es negro. Pero no había negro alguno esperándome. Los que llegaron junto conmigo partieron y yo quedé solo en aquella sortie de passagers del tamaño de una sabana, como Gigi con su maleta. Durante el vuelo conocí a un colombiano de apellido Rosales el cual, supuestamente, volaría cuatro días más tarde a casa de su hermana en San Petersburgo. Rosales tampoco conocía París, pero como le aseguré que alguien vendría a recogerme, determinó esperar el aventón y acompañarme.

Viajar solo a cualquier sitio, llegar y arreglármelas solo parece ser mi sino. Como el último día en La Habana la inglesa me dio los números telefónicos de Cristóbal, comencé a llamarlo. Nunca había sentido tanto miedo: el miedo del guajiro, claro. Imagino que ello nada será al lado del que sienten los emigrantes. Pero yo era yo: en definitiva, todos veníamos del Tercer Mundo y no conocíamos la tierra a la que arribábamos. Ciertamente, en Orly hay una estación del metro, pero ¿a dónde ir?: y hacia Cuba no partía avión hasta dos días después, así que volver, ahora, era imposible. No se podía ni yo quería hacerlo. Aguantar era la palabra de orden. Y aguanté.

Cada veinte minutos llamaba a Cristóbal. Todo el mundo lo llamaba Cristo, o sea, que mis llamadas me parecían jaculatorias. Logré hablar con él, me identifiqué, le dije que lo esperaba en Orly, respondió algo que no entendí y me prometió recogerme cuanto antes. Me volvió el alma al cuerpo.

Comenzó a llover, escampó, llovió otra vez, volvió a escampar: así pasó la tarde. Llegaron las seis y media, y Cristóbal también. Junto con un muchacho español -¿lo llamamos Ignacio?-. Como ya he dicho, nuestra capacidad de olvido es infinita: todo fueron sonrisas, monté en su auto con mi flamante compañero de viaje colombiano y partimos. Lo dejamos en el hotel que dijo tener ya reservado. Jamás lo he vuelto a ver. Para mi que tenía algo que ver con drogas.

Ya caía la noche y las calles estaban llenas de personas y autos. De pronto nos detuvimos y Cristo llamó a un sujeto. ¡Rubén! ¡Rubén! Rubén se acercó al auto, Cristóbal me presentó y le pidió que me dejara dormir en su apartamento hasta que encontrase (?!!) un hotel para mi. Evidentemente, el tal Rubén era de toda confianza de Cristóbal, pues sin pensarlo dos veces sacó la llave y me la dio. Ya tenía alojamiento.  Me sentí casi parisino.

Luego fuimos a tomar una increíble sopa china con verduras, carne y spaghetti de arroz. De ahí a casita. A Clichy, fuera del perímetro de la ciudad, hacia el norte-noroeste. En realidad esta banlieue sigue el tejido urbano de la gran ciudad –prácticamente no hay interrupción visible-, pero como los franceses aman tanto la exactitud, decretaron que del otro lado de la Grande Ceinture (autopista que bordea París) ya se está fuera de la metrópoli. Y todo queda claro. Cristo e Ignacio me acompañaron a Rue Curton número 12, segundo piso: me enseñaron a teclear las contraseñas en la tableta de serguridad y abrir las puertas, subieron mi equipaje, me animaron a preparar café y conversamos un rato. Rubén telefoneó al portable del negro –advirtió que llegaría tarde, que nadie lo esperara- y al rato me dejaron solo. Así me apoderé de la cama y el baño. Y no por tres días, como había dicho Cristo, sino por un mes.