martes, 17 de enero de 2012



Casi al mismo tiempo que lo de los marcianos, vi un documental sobre Leonardo da Vinci: el florentino echaba a volar un aparato desde una torre; el ingenio batía alas y se perdía sobre los sombrados. Da Vinci se convirtió en héroe tutelar de mi niñez: para mi era especial todo lo relacionado con aviones, maniobras, aeropuertos y vuelos. Casi a diario mi padre tenía la misión de llevarme al Campo de Aviación de San Pedrito –el aeropuerto Antonio Maceo todavía no existía. Como las carreteras escaseaban, había muchas avionetas para ir y venir a centrales y fincas. Incluso un señor llamado Mario Díaz tenía varias, las cuales alquilaba o pilotaba. Me pasaba las horas mirando el cielo desde mi corredor: habilité un cuaderno y cuando veía un aeroplano apuntaba la hora, el tipo y qué supuesta ruta cubría. De alguna manera, Leonardo residía detrás de todo: su elegante altivez presidía mi vigilancia. Antes que artista, en mi opinión Leonardo da Vinci fue inventor y genio.

Lo de Hopalong Cassidy respondió a la celebridad de este personaje en los ’50. Yo era un consumidor compulsivo de comics y la TV cubana difundía sus películas a diario. Había otros vaqueros: Roy Rogers, Gene Austen, El Llanero Solitario, pero el mío era Hopalong Cassidy y su amigo, un viejito flaco de pelo revuelto. Como mi papá me había regalado un traje negro de cow boy –pobre mi padre, con su obsesión masculinizante- y junto a casa hay un terreno en pendiente lleno de frutales y piedras, el vaquero de cabello blanco y ropa oscura se apoderó de mi mente. Mientras los muchachos esquivaban los plomos y se cubrían detrás de los troncos, yo afectaba dormir sobre una roca vestido de Hopalong: cuando los jinetes me llamaron, contesté ¿Qué queréis de mí? Había nacido ese cruce de renacentista con vaquero: mi modelo y mi guía.