miércoles, 8 de febrero de 2012



Nuestra llegada a La Habana coincidió con el Festival de Teatro. Orlando Alomá, el santiaguero, que era algo así como Secretario de  Casa de las Américas –entidad que patrocinaba el evento- nos facilitó entradas para todos los estrenos. Estuve en el estreno de La Noche de los Asesinos, de José Triana, en la Sala Hubert de Blanck –el aplauso cerrado duró veintidós minutos-; Unos Hombres y Otros de Jesús Díaz en la salita El Sótano, Los Entremeses Japoneses, que se presentó en Idal –la sala de Idalberto Delgado cerca del Malecón-, donde me maravillaron las actuaciones Carlos Ruiz de la Tejera y del entonces muy joven Noel Pérez que hacía un criado llamado Taro: Ruiz es un gran actor, no el payaso que vemos por  televisión y Noel muy orgánico –palabra de moda entonces- y físicamente bonito –no el carretonero peninsular de hoy día. Vi la versión de Don Juan Tenorio del Teatro de Guiñol con  los hermanos Camejo, Armando Morales, Ernesto Briel, Luis Brunet, Xiomara Palacios y mi amigo Ulises García: yo ignoraba que el teatro en versos bien actuado es algo fluido y hermoso. A partir de entonces he amado esa obra. Otras fueron, La Pérgola de las Flores de Idea Vilariño, muy kitsch pero a la vez sumamente atractiva –si yo fuera director no dudaría en montarla.

Quizá el momento cumbre de esas semanas fue la Primera Muestra de la Cultura Cubana, exposición multitemática llevada cabo en el Pabellón Cuba de La Rampa vedadense. Fue bella. Se inauguró una noche de invierno en que el viento norte soplaba más que nunca. Nos colocamos en medio de las grandes personalidades de la época –esa habilidad y ese deseo han desaparecido de mi-: Raúl Roa, Regino Botti Jr. –que entonces iba a todo-, y la pléyade de escritores y artistas que por estaban en el boom. Sin olvidar a Muzio, director del Consejo Nacional de Cultura. Todos íbamos de saco y corbata: por entonces se usaba vestir así para esas ocasiones, independientemente del frío que hacía. Había no sólo pinturas y libros, sino bailarinas –heroicas como siempre- que danzaban a Ochún dentro de las corrientes de agua que atraviesan el Pabellón. Fue todo un acontecimiento que aumentó mi fascinación por La Habana. La capital cubana es una de las ciudades más bellas y llenas de vivacidad del mundo; siempre lo ha sido aun en los momentos más desfavorables.


No sé cuál era mayor, si mi atracción por la Literatura o por la propia capital. Nuestras clases iban de 2.45 a 7.30 pm, luego de lo cual frecuentemente nos reuníamos en el bar Las Cañitas del Hotel Habana Libre.