lunes, 27 de febrero de 2012


Mi tercera gran amiga, a la que siempre voy a querer, es María del Carmen Montes, Mary. Pequeñita, pelada a lo garzón, bella, con gafas de aros dorados y faldas muy cortas que le quedaban perfectas. Es una de las personas de humor más inteligente y positivo que conozco; de esas que no conocen la timidez, a quien todo parece posible y que todo lo hace. Siempre la querré. Fue mi refugio durante años y salíamos juntos con frecuencia –quizá porque no soy alto y en aquel tiempo me gustaba vestir bien: la verdad, no nos veíamos mal. Era novia –o amante- de un muchacho enorme y apuesto llamado Virgilio. Nunca supe, ni me interesó, cómo funcionaba su relación con él.

En una ocasión Mary y yo queríamos tomar helado en El Carmelo que está frente al teatro Amadeo Roldán. Había una cola gigantesca. Mary me tomó del brazo, entramos y nos sentamos en una buena mesa: Tú y yo no somos gente de hacer colas, fue su explicación. Como nadie protestó, yo lo encontré bien. En otra ocasión, años después, yo pasaba por una crisis de abandono amoroso. Era Fin de Año y ya pensaba en el suicidio cuando me llamó Mary; para esa noche teníamos reservación en el restaurante que queda en la cima del edificio FOCSA. Pasamos una velada deliciosa, la tristeza despareció y al día siguiente mi amor regresó a mi.

Con el tiempo, Mary alquiló un cuarto en casa del pintor Eduardo Michaelsen, amable persona pero no muy cuerda: era un apartamento por la calle 18 ò 20 del Vedado. Durante los ’70 yo acostumbraba a dormir en el cuarto de Mary cuando iba a La Habana, pero la casa de Michaelsen era bastante especial. En una ocasión llegué y ella no estaba; dejé mis cosas, recogí las llaves que me había dejado en la mesita de noche y me fui al cine. Cuando regresé a media noche, de puntillas y sin prender ninguna luz para no molestar, oí una serie se quejidos acompasados que salían de su alcoba. Me aterroricé, imaginé que Mary padecía una crisis de algo y estuve a punto de echar abajo la puerta cuando comprendí que, todo lo contrario, estaba pasándola muy bien. Me decidí a encender la luz del pasillo y vi un colchón con una nota explicativa. A la mañana siguiente desayuné con ella y su acompañante: un recién graduado de Pintura de apellido De la Huerta, de célebre belleza. Nos reímos mucho cuando hice la historia.


En otra ocasión llegué, Mary estaba de viaje y su cuarto cerrado. Michaelsen me dijo que me durmiera en el falso techo, al cual se subía por una escalera de mano. No me gustó la idea, pero qué remedio. Me arreglé como pude, pensando en los ratones, con un bombillo que descansaba directamente sobre el piso –que en realidad era el cielorraso. A poco rato de dormir, Queta Pando –el ahora difunto Enrique Bedoya me sacudió y prendió la luz. ¿Qué tú haces aquí?, le pregunté con voz pastosa. ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que vivo en esta casa y este es mi sitio?  Nos organizamos como se pudo y dormimos en paz. Michaelsen es sobrino –o nieto, no estoy seguro- del célebre Germán Michaelsen cuyo nombre conmemora la alameda frente al puerto santiaguero. Cónsul alemán, creador de la Cocina Económica cuando la Reconcentración de Valeriano Weyler, benefactor de mi ciudad por mil cosas, pintor aficionado bastante bueno, fue muy amigo de mi bisabuelo y de todos los desquirones, por lo cual Eduardo me identificó enseguida y siempre me trató con afecto. En una ocasión entré con él a un cuarto tapizado de cajones del piso al techo; aquí es donde voy a poner mis fichas sobre la historia del cine cubano, declaró. Michaelsen actuó en la película Una pelea Cubana contra los Demonios, donde hizo el rol de cura de Remedios. No necesitó maquillarse: así era él, flaco, con cabello y barba largos, entrecanos, en desorden, y ojos de loco. Otra vez pregunté por Mary  desde la puerta y vi un jovencito en bikini azul claro que atravesaba el pasillo. Luego Mary me aclaró que Eloycito Perlado estaba pasando un tiempo allí.