jueves, 22 de noviembre de 2012

Volamos el 13 de mayo del 2003. Aterrizamos en el aeropuerto Princesa Beatriz, de Aruba, que tiene la forma de una enorme granja blanca con techo a dos aguas; después de varias horas, un pequeño avión de línea nos llevó a Willemstad, capital de las Antillas Holandesas y de la Isla de Curazao. Nos recibieron con mucho cariño y nos hospedaron en el Hotel Outrobanda –en el barrio de ese nombre, a la izquierda de la entrada a la enorme bahía. No sé cuántas presentaciones tuvimos: recuerdo que tuve dos en la TV local, una en el Landhuis Bloemhof y otra en una hermosa mansión llamada Villa María. Lescay se presentó en varias escuelas, todo con mucho éxito.

En las Antillas Holandesas el lenguaje popular es el papiamento, mezcla de español, inglés, holandés y francés: suena muy dulcemente y no hace falta traducirlo, pues se entiende con facilidad. Si algo me asombró fue el alto nivel de vida, la tranquilidad y ganas de vivir de los curazoleños, a pesar de que en la noche salen los drogadictos, esos tristes fantasmas. La conciencia del patrimonio construido está muy desarrollada, y aunque la isla es pequeña –en tres horas se va de un extremo al otro- es enorme la cantidad de landhuis que se conservan en perfecto estado– haciendas de la etapa esclavista. Mi estancia coincidió con una celebración anual; durante ella, cualquier persona tiene derecho a acceder libremente a cualquier edificación declarada monumento –incluyendo viviendas ocupadas-. La población recorre en manadas los barrios de Willemstad entrando y saliendo de las antiguas casas. Durante la fiesta del Monumento habrí las madres emperifollan a sus niños para el rosario de recorridos patrimoniales. Es una inundación de visitantes: incluso en el barrio rastafari de las afueras, con sus viviendas encaramadas en pilotes y sus paredes exteriores cubiertas de pinturas y grafitti alegóricos. Hay personas que aprovechan la inacabable arribazón para vender golosinas y hasta prendas de vestir: nunca había visto algo así. Ese mismo día entré a la fábrica de licor Kuba, donde, para dar la bienvenida, sirven gratis todo el curaçao que puedas beber. Delicioso, ese licor.

Serví de asesor –como en Ibagué- para hacer una escultura: Lescay, tres artistas curazoleños –entre ellos mi amigo Tirzo Marta- y yo. Se solucionó con postes telefónicos trincados por su parte central: cada palo simbolizaba uno de los principales componentes de la población isleña. Resultó una suerte de trípode gigante con extremidades decoradas a base de elementos cerámicos, metálicos, tallas, muescas, etc. Cuando lo terminaron, se decidió emplazarlo en un sitio bastante lejano llamado Landhuis Kenepa (Hacienda El Mamoncillo)  donde tuvo lugar la rebelión esclava más importante de la isla. No sé cómo la trasladaron ni si la llegaron a emplazar, pues era bastante pesada y de forma compleja.

El paisaje de Curazao es diferente al de Cuba. Apenas llueve y no tiene agricultura –todo se importa-; el viento fuerte del nordeste la bate casi todo el tiempo, al punto que los árboles crecen inclinados en la dirección del aire. A propósito, el árbol nacional –figura en el escudo de Aruba- se llama divi-divi y recuerda al marabú cubano, sólo que mucho más desembarazado y airoso. En los jardines abunda el que nosotros conocemos por franchipán y parece que en el pasado lo fue el flamboyán –existe una baile folcórico sobre él.  Me impresionó especialmente el Octopus Club, un centro nocturno a orillas del mar: el pavimento es una especie de balsa bajo la que baten las aguas, y la noche que estuve allí eran muy notorios los peces voladores y ese fenómeno de fosforescencia descrito en tantas novelas y relatos de viajes. A la entrada de la bahía se encuentra el Puente de la Reina Emma, que consiste en pontones sujetos en fila que se abren y cierran para dejar pasar a las embarcaciones: la superficie descansa sobre las olas y se percibe su balanceo. También está la sinagoga, abierta desde 1651 y enorme como una catedral: se dice que es la que lleva abierta al culto más tiempo consecutivo.

Recuerdo que una vez una persona que sobrevoló esa isla me dijo: parece un depósito de casas de muñeca. De cierto modo es verdad: la arquitectura curazoleña por lo general realiza obras de escala muy humana. La yuxtaposición de elementos holandeses y portugueses así como el uso de colores vivos, hacen de Willemstad un espectáculo inolvidable.

No puedo quejarme de los curazoleños, que me trataron con mucho afecto y generosidad. Cuando llegó el momento de regresar a Cuba, temí que en la aduana de La Habana decomisara la laptop de Lescay –que tanto nos había servido- pues en su distracción, olvidó declararla como propia al salir de Cuba –una regulación criolla prohíbe importar todo tipo de computadoras y sus piezas. Sin embargo, al aterrizar, los aduaneros olvidaron el equipo e incautaron los aromáticos quesos de bola holandeses que traía el artista.

La casa que en definitiva  dio el Partido a la Fundación Caguayo fue construida en los años ’20 con paredes le ladrillo, tejas “francesas” y piso de losas decoradas. Era hermosa, si bien los años, la falta de mantenimiento y el descuido la han deteriorado bastante. Tiene una antigua verja dañada, un pequeño jardín con dos árboles y algunas flores, varios escalones que dan acceso a un portal y, después que se penetra al inmueble, el salón, varias habitaciones, un baño, el comedor, una cocina amplia y el servicio sanitario “de los criados”: el tramo de pasillo final está revestido de azulejos catalanes policromados. El fondo se abre a un patio con frutales, palmas, yerbas aromáticas y una dependencia arruinada donde imagino vivieron los criados. Me gusta esa casa. Años más tarde hubo que gastar bastante dinero y 3 años en restaurarla.


Regresando a la casa de Vista Alegre. Me instalaron en el cuarto frente al comedor, pero luego repararon otro en el ala contraria y me mudaron. A pocos días de estrenar la “nueva” sede, nos visitaron dos curazoleños: René Rosalía, director de la Kas de Kultura de Korsou y su secretaria. Estaban decididos a echar adelante una campaña que llevaba por nombre Cruzada de Cultura: invitaron a Lescay a presentar su obra y a mi, como crítico de arte.

Aquí tengo que dedicar un espacio a mi amigo Alejandro Carvallo y hacer una digresión. Lo conocí en los primeros ’90, en tiempos de aquella tienda de antigüedades que pertenecía al Fondo y operaba yo. Él ocupaba un alto cargo en esa entidad y viajó varias veces a Santiago, una de ellas en compañía de su pareja de entonces, un médico joven y rubio que después abandonó Cuba. No hay que decir que Alejandro era homosexual y una persona absolutamente encantadora, inteligente y eficiente. Pertenecía a la estrecha faja de gays que, debido a relaciones familiares, capacidad profesional, poder de gestión y eso llamado encanto personal, que funciona en todas partes y épocas,  habían logrado situarse muy bien dentro del establishment cubano. Desde muy joven salió del closet y jamás regresó a él. Como jefe de Relaciones Internacionales del Fondo, debió encargarse de todo el papeleo de mi viaje a Santo Domingo de 1994, lo cual acabó de cimentar una amistad que ya nuestros recorridos santiagueros habían preparado. En el ’99 o 2000 ya  no trabajaba para el Fondo y yo era Secretario de Caguayo: fue entonces que me presentó un proyecto de exposiciones múltiples a lo largo de América. Quería hacerlas como curador de una entidad como la nuestra. Sometí su proyecto a la Junta Directiva, fue aprobado y le di luz verde. Pasó el tiempo y llevó adelante sus planes. Contaba que el 11 de Septiembre estaba en Manhattan y vivió el horror del atentado al WTC; de ahí pasó a Houston, donde frecuentó e hizo buena amistad con mi prima Berthica. Regresó a Cuba, y mientras preparaba nuevas muestras, asumió la parte ejecutiva de nuestras relaciones internacionales: vivía muy cerca del Ministerio de Cultura y allí tenía muchas conexiones y buena acogida.

Nuestra amistad rayaba en la complicidad –más que amigos, éramos amigotes-, y puedo asegurar que su intervención era un factor de éxito en el logro de cualquier proyecto de Caguayo –pero principalmente mío. Económicamente independiente y próspero, Alejandro decidió adoptar a la loca guajira que era yo. Cada vez que me tocaba viajar solo a La Habana, organizaba para mi una excursión a alguno de los pocos pero activos locales gay entonces en funcionamiento. En una ocasión me llevó a la Sociedad Rosalía de Castro, en la Habana Vieja –frente al antiguo Hotel San Carlos- donde se presentaba un espectáculo cabaretero oficiado por travestis. Era un sitio ameno, en un segundo nivel refrescado por amplios ventanales; sin embargo, se pagaba en dólares. Más adelante Rosalía decayó y fuimos a otro sitio, sobre el Malecón, llamado Naturales de Castropol, o simplemente Castropol  –me fascinaba aquel nombre, mezcla de las historias de Superman con la Isla-, donde, aparte de los travestis, cantaban y actuaban profesionales bien conocidos. Era un local cerrado y caluroso: al final del espectáculo, las parejas se enlazaban en un desenfreno de saltos tipo discoteca. No era de mi gusto, debido al encierro y la humedad; sin embargo, era bueno ver cómo la fauna gay –al menos, la que podía pagar en divisas- se mostraba en público y exteriorizaba sin temor su manera de ser. Castopol era un imán. Como habrán notado, tanto Rosalía como Castropol pertenecían a sociedades españolas: es decir, que eran públicas y legales, pero no estatales (el proverbial haz-lo-que-te-dé la-gana-pero-a-esta-casa-no-me-traigas-una-barriga de los cubanos). Acudían gays, lesbianas, chaperos, muchachos cuyo medio social era aquél o buscaban una relación ocasional de cualquier tipo: gente de cualquier edad. Casi siempre en parejas y bastante ostentosos –como cuadra a la cubanidad, más si es habanera-. En otra ocasión nos llegamos a una casa de vivienda en el barrio de La Víbora: estaba arreglada en forma de cabaret y muy iluminada. La hostess –un travesti- vestía glamorosamente y recordaba a Cher o Barbra Streisand. Era muy agradable. Cuando acabó el show salió a sentarse en la mesa de unos amigos: era un muchacho flaco, coquirrapado -¿padecía HIV?-, vestido de manera sencilla.

Nuestro cuartel de operaciones para el viaje a Curazao fue la casa de Alejandro. La visa no llegaba, pues las elecciones de la antigua colonia coincidieron con nuestro viaje. No quedó más remedio que esperar cuatro días: desde Curazao presentaron excusas y estuvieron de acuerdo en liquidar todos nuestros gastos durante la espera.