jueves, 5 de julio de 2012


A la Escuela de Letras iba una muchacha que se llamaba Marinita, novia de un tal Rafael Hernández quien, aunque no estudiaba allí, era amigo de Ariel Fernández Sargento y frecuentaba mucho la Escuela. Rafael, Ariel y Marinita hacían un trío encantador. Ella estudiaba Psicología. Una vez se apareció con la historia de que estaba cursando una asignatura llamada Personalidad y necesitaba que alguien le contara su vida para hacer un trabajo de clase. Como yo era amigo del grupo, inmediatamente me presté. En cuatro cuartillas relaté mi vida con amores, sexo y lo demás, y se lo di. Pasaron los días hasta que regresó con la cara muy seria diciéndome que el Director de su Escuela quería conversar conmigo. Me asusté –aunque no mucho- y el día fijado fui a la oficina del señor. Me dijo que la historia de mi vida le había causado admiración y alarma, pues únicamente una persona desesperada podía contar esas cosas tan fácilmente, y por ello se había tomado la decisión –así, en impersonal- de ayudarme. A todo le decía que sí: si ya estaba montado en el caballo tenía que darle palos. Me fijó una nueva cita y me fui. En la próxima consulta, lo primero que le dije fue que no sentía angustia alguna a causa de mi “inclinación”. En respuesta, me hizo jurarle que no haría nada con ningún varón “a fin de poder socorrerme si alguien me acusaba”. Noté que le ponía mucho énfasis asunto de la patería; hasta ese momento yo siempre había visto los inconvenientes de la homosexualidad totalmente lejos de mi y nunca había pensado en ello más que para “no ser descubierto” si ello me podía traer un disgusto específico o privarme del aprecio de alguien. Pero angustia no. Ni con los jesuitas.  Ni cuando practiqué la religión con más ahínco. Ahora veo que, sin quererlo, ese director despertó en mi la conciencia de ser un homosexual en la sociedad cubana. Ya se que él no lo hacía para apoyarme ni para mejorar mi vida –era un oscuro oportunista deseoso de mostrarse a tono con el machismo de la generación histórica. Su hazaña fue poner en práctica en su entorno (la Facultad de Humanidades de la Universidad de La  Habana) una política de represiones y exclusiones que en realidad no le pertenecía: él, como otros “ejecutores”, ponían en práctica el proyecto de nación –y por ello de Humanidad- que emanaba de sus superiores. No creo que fueran exactamente órdenes, sino deseos, sueños –como los de la Europa Aria de los años ‘30- a los que una serie de personajes llenos de prejuicios y absolutamente faltos de escrúpulos buscaban adelantarse para ganar en estimación y poder. Que todo lo anterior recayera sobre mi y otros como yo... es otra historia.

En la Historia de mi país, la adhesión al prejuicio ha sido una de las papeletas ganadoras más socorridas de todo el que ha querido trepar en la escala política, económica o social. Ello ha ocurrido en ambos bandos. Si mirásemos  los siglos coloniales con esa óptica, quién sabe qué hallaríamos. Se habla de la interminable crisis de Cuba, pero tal escenario -Bloqueo, Amenaza Imperialista, Terrorismo Comunista, Amenaza castrista, carencia de casi todo dentro de la isla, trastorno de la noción de vida normal, ausencia casi total de bienestar, descontrol – produce millones de dólares y una acumulación de poder tan grandes para sus beneficiarios, que a nadie interesa cambiarlo. Es la teoría del dominó cerrado, donde ningún jugador puede hacer movida. Cualquiera sabe que se cierra el juego por y para algo.