miércoles, 26 de septiembre de 2012

Más tarde nos llevaron a conocer al alcalde, gracias al cual estábamos allí. Entrar a su despacho fue algo complicado debido al trajín permanente de colaboradores y personas que querían verlo. Años más tarde comprobé que, con sus peculiaridades, en mi tierra no es muy diferente. Don Álvaro Ramírez era un hombre alto, moreno, corpulento, elegante, y de rostro afable: casi a diario íbamos a su oficina y, en general, siempre nos ayudó en medio de las celebraciones por el aniversario de la ciudad.
   
En Ibagué hay varios periódicos, pero nuestros amigos reporteros pertenecían a Tolima 7 Días, semanario perteneciente a la cadena El Tiempo: no olvido a Esperanza Páez ni a Mauricio Moreno.


Pronto debimos dedicarnos a la exposición. Primero llevamos a montar los cuadros en el taller de Jairo, graduado de Pintura que había abierto un taller de montaje. Frente a la dependencia estaba el consultorio de la doctora Sissi –su nombre me recordó a la homónima Emperatriz de la película-, una dentista amabilísima que días más tarde accedió a sustituir mi prótesis y arreglar mi maltrecha dentadura a cambio de unos grabados que Tasset cedió: mi eterno agradecimiento para ambos.

Lamento que el nombre del sitio donde expusimos haya desaparecido de mi mente: creo que costó un poco convencer a la Directora de Cultura –doña Natalia Esparza -, pero al final accedió y, la verdad, a pesar de que era una mujer bastante estirada, siempre fue muy correcta con nosotros: utilizaba con fruición las largas fórmulas del saludo colombiano. A la inauguración, aparte del Alcalde, la Directora de Cultura, los expositores y varios artistas ibaguereños, asistieron cubanos que estaban de misión y viajaron desde Neiva –incluyendo a mi amiga Coralita Guillot, su esposo y la locutora Rita Rivero- así como varios instructores de deportes. También había unos músicos de aficionados dirigidos por un tal Germán, que interpretaban música criolla.  Durante el vernissage, la primera pieza –un bello grabado de Tasset- la compró don Braulio. 

Me he detenido en este recuerdo porque nuestro cliente fue uno de los personajes más pintorescos que conocí en Ibagué; hombre evidentemente acaudalado, de mediana edad, más bien delgado y casi siempre de saco y corbata, su oficina se encontraba en la segunda planta de una tienda de tejidos. La escalera de acceso quedaba disimulada detrás de rollos de tela estampada. Ya arriba, una fila de barrotes protegía su escritorio; dentro de un armario colocado en un rincón había un verdadero arsenal de armas largas.

Colombia es un país enorme con muchas diferencias regionales: ninguna de ellas se parece a nuestra manera de ver el mundo. Ciertamente, yo solamente conocí la Colombia del Tolima: generalizar sería temerario. Los tolimenses me parecieron personas cariñosas y muy familiares, lo que no impide que su forma de hablar español me resultara excesivamente formal cuando no francamente incomprensible –no utilizan jamás el tú: siempre es usted, su merced, don, cómo así. Una señora me preguntó ¿el señor ya se amañó? y yo entendí ¿el señor ya se bañó?. La mesa tolimeña tampoco es como la nuestra, todos los alimentos se sirven juntos en una bandeja: la mesa puesta como acá, con vajilla, parece no ser popular.

En los días siguientes nos movimos con los cuadros que no estaban expuestos: lo usual allí es llevar las obras hasta los clientes. Las personas no van mucho a las galerías. A pesar de todo, vendimos bastante. Los desnudos femeninos son una fiebre -en las habitaciones masculinas debe haber uno ó dos- por lo que Pozo tuvo mucho éxito con sus siguapas. Vendió varias, más que los filosóficos grabados de Tasset.

Estuvimos en muchos sitios: realmente, durante el mes que permanecimos allí (de octubre a noviembre quince  del ’95) jamás hubo día desocupado. Recuerdo una expedición en especial. Al día siguiente de una noche de aguaceros, tomamos por un camino fangoso: encima, unos árboles enormes formaban una especie de bóveda, realmente era un sitio alejado de todo. Supuestamente íbamos a nadar en un río que bajaba achocolatado y tumultuoso. Mi temor era que los vehículos quedaran atascados en aquel lugar remoto y selvático: me imaginaba rodeado de guerrilleros y narcos –lo cual podía perfectamente suceder. Por fin, los demás decidieron regresar a Ibagué: entonces respiré.

Habían transcurrido quince días y nuestras visas estaban por caducar. Todos estaban confiados en que la delegación del DAS en Ibagué (el equivalente a nuestra Oficina de Inmigración) resolvería el asunto. Pero se negaron. Una directiva recientemente establecida ordenaba que las visas para cubanos se gestionaran directamente en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Logramos que la alcaldía nos prestara un vehículo y una mañana partimos para Bogotá; al llegar, después de cuatro ó cinco horas de viaje, ya las oficinas de trámite estaban cerradas (trabajan hasta mediodía). Bogotá fue la primera ciudad cuya enormidad me conmovió.