jueves, 23 de agosto de 2012




En el ’85 llegó a mi Galería un cupo para el Curso de Técnico en Museología. Las especialistas/licenciadas –ahora en plano de jefas- contestaron a la superioridad que allá no existía nadie interesado ni “con condiciones”. Fue una museóloga de reciente ingreso, llamada Blanca Pasín Alarcón, quien se opuso a devolver la plaza sin ofrecérmela –yo carecía de cualquier diploma-. Así fue como matriculé y comencé. Había clases dos veces por semana el día completo, en el antiguo Hospital Civil. Allí conocí a Eliseo Sorí, del pueblo de La Maya: era color negro teléfono. Es una persona muy inteligente, y trabajador como él sólo. En la actualidad es profesor de la Universidad de Oviedo, en España, y una persona de las que más ha escrito sobre la vida cotidiana del soldado mambí.

Para ese momento yo era Secretario General del sindicato de la Galería. Me eligieron por mayoría abrumadora. Un jefe quiso hacerle “una basura” a una trabajadora. Yo me opuse. El jefe no se salió con la suya pero, en cambio, la indignación me originó un dolor de cabeza avasallador. A pesar del montón de pastillas, seguía el dolor. Entonces decidí irme al hospital. ¡Amarga hora! –como dicen los viejos. Ese día salió en los titulares del Granma la noticia del primer cubano había muerto de sida. ¿Se imaginan? ¡El sida en Cuba! ¡Cosa de maricones! Y yo con dolor de cabeza en el Cuerpo de Guardia. De seguro que este pato cogió sida. En cuanto me vi en el hospital y lejos de la Galería, el dolor se esfumó. Nadie discute que un hospital es maravilloso y necesario, pero también uno está a merced de la imaginación de los médicos. Por eso, primero me alojaron en una Sala de cuidados Intermedios, me hicieron punciones lumbares,  resonancias magnéticas, rayos X, análisis de varios tipos –entre ellos ese muy espectacular en que te sacan sangre del esternón-  y como ya no quedaba ni un pedacito de brazo sin pinchar -me los habían afeitado en curiosas formas geométricas- fijaron a la aorta una aguja conocida por “mochita” para conectar la manguerita del suero. Una madrugada se salió la mochita y sangré como un cochino. Cuando la humedad me despertó llamé a la enfermera para que me cambiara; la joven repuso que tuviera paciencia, que a la mañana siguiente entraría el nuevo turno de paramédicos. Armé un escándalo y me cambió. Insulté a los médicos y les dije cuanto se me ocurrió –que no sabían Anatomía, que estaban acabando conmigo.

De cierta manera esto último era verdad: como no había los medicamentos que yo tomaba habitualmente para la epilepsia, me los sustituyeron por Fenobarbital, que me dejaba indiferente y sin voluntad como un saco de papas. Donde me tiraban, ahí me quedaba: siempre me ha hecho ese exagerado efecto. Empecé a escupir las tabletas en cuanto la enfermera viraba la cabeza. También es cierto que en aquellos años el sida en Cuba era algo exótico y las pruebas de detección estaban en pañales, al menos aquí. Y yo era un candidato aparente. Pato candidato.

Poco a poco se desengañaron. Primero me bajaron a una sala común; a los pocos días me dieron el alta con la condición de mantenerme “controlado”  en una consulta externa. Una vez por mes. Eso duró aproximadamente un año, pero nada ocurrió.

Nunca he padecido enfermedades sexuales por tres cosas: a) hace muchísimos años dejé la calle y los encuentros fortuitos; 2) mis parejas no son tantas y se limitan a mi barrio –quien dude lo de “no son tantas”, que consulte las tablas del doctor Kinsey-, así es menos fácil encontrarse con un portador; 3) he tenido mucha suerte.