jueves, 19 de julio de 2012

Reynaldo Arenas fue otro tipo auténtico con quien me llevé bien desde el principio a pesar de las grandes diferencias. Mucho más áspero que Hiram, Rei era de las personas que no perdonan ni olvidan fácilmente. Incluso, lo hubiera pensado mucho antes de dejar pasar la oportunidad de decir o hacer algo ingenioso a costa de otro. Según él mismo contaba, su vida consistía en escribir y hacer el sexo. Su rutina diaria consistía en escribir, y, cuando se fatigaba, ponerse el bañador, bajar a la playa –la casa quedaba casi junto al Patricio, como toda La Habana llamaba al Círculo Social Obrero Patricio Lumumba-, subir con un adolescente, pasar juntos un rato y seguir escribiendo.

Antes de irnos, Reynaldo me invitó a comer en el restaurante de la Comunidad Hebrea para lo que nos citamos al día siguiente al anochecer bajo la marquesina del Yara. Nos encontramos como habíamos quedado. Mientras llegaban las seis de la tarde nos pusimos a conversar y llegó un amigo de Rei llamado Jari. Era simpático y bonito. Bueno, los únicos amigos feos de Arenas eran los demás escritores. Jari contó cómo se había hecho novio de una muchacha para estar cerca de su hermano varón (yo nunca hubiera podido). ¿Se querría hacer el interesante?  Estaba pelado en forma de cepillo. Cuando por fin Arenas y Jari se despidieron y el primero me llevó a la Comunidad Hebrea, ya yo tenía verdadera hambre. Me hacía ilusiones con la invitación. Él ordenó y cuando sirvieron, era pescado crudo, como una especie de ceviche. No era malo, pero tampoco suculento: el tipo de bromas de Arenas.



Dueño de una vida tan tortuosa y llena de anécdotas, no era de los que tangenteaba. Compartíamos amigos y ambientes. Eso era un nexo, pero hasta ahí. Junto a él, yo no “hacía juego”. Verdad que ambos éramos gay, pero parecidos como un VW a un Ferrari. Durante los años posteriores Arenas apareció varias veces en mi vida.