jueves, 29 de noviembre de 2012

Ada Mateo (Ada Llerandi) es hija de Noemí/Mimí, difunta hermana de mi padre, y de Francisco/Paco Mateo, figuras mágicas de mi niñez a quienes ya me referí a propósito de un venado muerto a tiros sobre el capó de un auto, en 1959. Ella casó con Manolito Llerandi, cuyo padre poseyó una fábrica de brillantina; alrededor de 1960 marcharon a USA e hicieron una amplia familia. Hace dos o tres años, Manolito Llerandi falleció, al igual que mi primo Alfredo Mateo. Vivió por su cuenta en Miami Beach donde realizó muchas actividades cívicas.  Luego se mudó junto a su hija en Naples. Hace meses no sé de ella.

Pues bien, Ada pasó conmigo varios días en Ginebra. Paseamos por la ciudad vieja y conversamos mucho, aunque, a decir verdad, nuestro encuentro tuvo un sabor de despedida que no justifico, ya que ambos tenemos bastante buena salud y, créanme, la edad no es lo principal en cuanto a estos asuntos de la vida y la muerte. Me alegró mucho ese reencuentro –creo que también a ella- pues ya eran más de cuarenta años sin vernos.

Después que mis primas se marcharon, cada cual por su parte, me enfrasqué en mi mundo ginebrino. El préstamo del cómodo apartamento había caducado y me mudé a Villa Greta –sede de la Fundación Heim-, que se encuentra sobre el lago, a varios minutos en tren de la estación de Cornavin. Villa Greta es una mansión absolutamente señorial que perteneció a la escultora Greta Heim, quien al fallecer la dejó como legado. Greta estuvo casada con el norteamericano Caterpillar,  dueño de la famosa firma de equipos pesados; a juzgar por lo que pude ver, era una artista interesante. Hoy por hoy ese es el reino de Edi von Fellensberg, que no es presidente, sino Curador Principal. La Fundación Heim ofrece albergue y talleres a artistas de varias manifestaciones: es como un pequeño mundo aparte donde reinan sosiego y libertad.

Un domingo, Emil, Lescay, una hermosa rubia llamada Isabelle y yo, fuimos a un sitio llamado Creux de Genthod, donde nos esperaba un velero. Martin nos preparó una mañana de navegación por el lago. Yo nunca había tenido esa experiencia y, a decir verdad, tampoco me entusiasmaba la idea, pero como no era considerado ni elegante evitar algo dispuesto con tanto esmero –el velero, una reliquia restaurada de 1906, avanzaba solamente con la fuerza del viento-,  determiné aparentar gran naturalidad, caminar por los temblones fondos de las embarcaciones como por un gran salón y disimular el mareo como Dios quisiera. Pero por suerte, la fórmula de olvidar el bamboleo me dio el mejor de los resultados. Disfruté mucho.

Había conversado por teléfono varias veces con mi amigo Frank Aguilera, quien, después de dejar Cuba cinco o seis años antes, se había asentado por fin en Barcelona. Me invitó a pasar unos días en su casa. Tomé un pasaje barato EasyJet y a las dos horas estaba en el aeropuerto del Prat. Frank me recogió, me llevó a su casa –un lindo apartamento del Passatge Llivia-, me presentó a su amigo y almorzamos. Luego desapareció en las fauces de su “día de cierre” empresarial, y Jorge –el amigo- se encargó de hacerme recorrer las Ramblas, el Palau de la Música, el mercado de La Boquería, La Pedrera y otras casas de Gaudí, hasta que exhaustos pero satisfechos, regresamos al Passatge.

Frank y Jorge son dos personas especialmente amables y complacientes. No me faltó nada esos días. A la mañana siguiente fui solo a La Sagrada Familia, a la que me entregué buceando en la marejada de turistas que la arrasa todo el tiempo. El turismo de Barcelona para nada se parece al de Cuba. No son grupos, ni siquiera docenas de grupos: son miles de personas. Por suerte, existen el metro, los planos de la ciudad y mi voluntad personal. Por la noche veíamos los programas de chismes de la TV española –intrascendentes, pero apaciguadores. Nos retirábamos en la madrugada. Otro día, también solo, me fui al Musseu Picasso.

En Europa sería una locura faltar al trabajo por ciceronear a alguien: en realidad uno se las arregla perfectamente. Y ya he dicho que prefiero mil veces ver solo una ciudad, que conectar ese fatídico “piloto automático” tan cómodo que consiste en dejarse llevar como un paquete. El sábado por la tarde salimos de compras: una memoria flash para mí, unos zapatos para el padre de Frank y un café en Els Quatre Gats. Había que regresar. Yo debía subir a París para tomar el avión que me traería de nuevo a Santiago. Frank me compró un pasaje Ryanair desde Girona hasta Beauvais. Era lo mejor. Pasé varias noches en Internet, decidiendo dos o tres rutas hasta Orly. El domingo de madrugada Frank me llevó a la estación del Norte: un bus me trasladó a Girona y el avión a Beauvais.

El bus Beauvais-Paris me dejó en Porte Maillot, bajé al metro, discurrí por el París subterráneo y en una vez que el metropolitain salió a la luz del día, ví que la Torre Eiffel seguía en su sitio. Pero el metro de París no es el de Barcelona: si en Cataluña las escaleras de subida son eléctricas, en la Cité Lumière se parecen peligrosamente a las de El Cobre. Cargado como un mulo las trepé y hallé la guagua de Orly. Casi al medio día entré al aeródromo. Al poco rato llegaron varias pintoras santiagueras que regresaban del Salón de Mayo. Dicen que Cubana de Aviación es una línea aérea religiosa porque viaja cuando Dios quiere y carece de respuesta lógica para todo pues los designios de Dios son inescrutables.

Aquel mismo día tuvimos una muestra de lo anterior cuando nuestro avión, después de varias horas de espera, sencillamente no salió. Nos enviaron a dormir a un hotelito de Orly y nos atiborraron de sándwiches. La mañana siguiente nos presentamos en el aeropuerto, pero despegamos sólo al medio día. Y no con destino Santiago de Cuba, sino a Madrid. Allí nos detuvimos cuatro horas más y nos volvieron a embutir de sándwiches. Hacia las seis comenzamos a atravesar el Atlántico hacia la tierra más fermosa, como dijo Colón.

Aquel verano, gracias a Dios, no pasó ningún huracán cerca de Santiago. A decir verdad fue un tiempo de poca lluvia, como especie de tregua divina antes de “la fuega”  del cambio climático -genial femenino populachero para designar lo caprichoso e incesante de un fuego/hembra.