viernes, 27 de enero de 2012

Una noche hubo mal tiempo y cerramos la puerta del frente: a pesar de no estar pegados al mar, las olas salpicaban sobre la madera como cientos de deditos airados. Otra vez, mis primos y mi padre fueron a cazar cangrejos al litoral de Sardinero y regresaron con dos sacos llenos. Los colocaron en la cocina para cocinarlos al día siguiente: durante la madrugada los bichos se escaparon y nublaron todo el piso desde la sala hasta los cuartos. Caminaban por dondequiera y trataban de treparse a las camas.

A veces, después de comida,  las empleadas Isa y Mimí –hermanas, comiquísimas y no mucho mayores que yo- nos íbamos al puesto de helados que quedaba como a seis cuadras: era una aventura aquel paseo por las calles oscuras, con los sonidos de las olas en la playa y del viento que arrancaba agujas de araucaria. Isa afirmaba que varias iguanas de diferentes tallas gustaban de correr tras nosotros: nunca las oí ni las vi. Ese año no quise saber del carnaval: después de haber bajado a Santiago, regresé a la playa como pude y me quedé con mi madre. El mes de julio del ’59 en Siboney está entre lo mejor de mi vida.