viernes, 20 de enero de 2012


Casi todas las noches había tiros. Y cuando no, bombas. En las madrugadas se sentían lejos los disparos: ya no eran capaces de despertarme. Una madrugada de abril del ’57 algo estalló cerquita de casa. Del sueño, todos nos tiramos al piso y aplastamos la cara contra los mosaicos. Las ametralladoras cantaban. Era en la carretera, en la curva antes del crucero del tren. Hacía tiempo venían oyéndose, lejos, los tiros del asalto al Cuartel de Boniato. Pero tan remotos, que era como si no tuviesen que ver con uno. De momento, un infierno de ratatatatá y explosiones. Con toda seguridad es un refuerzo que sube desde el Moncada y ha sido emboscado por aquí.  No había valor para levantarse y caminar derecho: lo prudente era aplastarse contra el piso. Bebé dormía en el último cuarto y cuando le vino la diarrea, reptó hasta el sanitario de Virginia, acabado de construir. Cuando por fin amainó el fuego y se hizo de día, no nos atrevimos a abrir la puerta. Como a las ocho salí hasta la terraza que hay a la entrada y me senté en un banco: por la carretera bajaban unos camiones con colchonetas enrolladas: así bajaron los cadáveres, envueltos. Ese día fue de registros e interrogatorios. Nadie se apareció por casa. Como la nuestra queda más bien apartada, allí nadie pudo ver nada; sin embargo para entonces ya sabíamos que Remigio, el sobrino de Bebé, fue uno de los asaltantes y andaba huyendo. Nunca lo atraparon. En realidad, a nadie atraparon. La guerra era una cosa viva y de todos los días, como el calor o la lluvia.


El verano de ese mismo año ‘57, mataron a Frank País. Veníamos de la playa: el novio de mi prima Berthica nos había llevado. Dimos una vuelta por Vista Alegre y alguien nos dijo lo sucedido. Fue en San Germán y Callejón del Muro, casi frente a mi abuela María. A ella nadie le hizo daño, pero cuando el propio Cañizares cuando entró a su casa a beber agua, le advirtió que cuidadito con asomarse a la ventana. Tardamos horas antes de saber detalles, porque a la esquina de mi abuela María no dejaban entrar ni salir. Al día siguiente, los entierros parecían un mar de gente que todavía es leyenda en Santiago de Cuba: bajaron Heredia por frente al trabajo de Bebé, doblaron San Pedro y siguieron hasta Martí buscando el Cementerio.