viernes, 9 de marzo de 2012

Por alguna razón, Coco Salas había desaparecido –viajero empedernido que es- y Niki se convirtió en el amigote, el cómplice que todos los varones sueñan. En realidad él, Ibarra y yo formábamos un trío inseparable. Yo le daba a leer lo que escribía y viceversa. Íbamos al cine, a exposiciones, conciertos, cafés. Su manera de hablar a ráfagas y su risa creaban una vibración benéfica alrededor suyo.  No hablaba como los “machos”, pero tampoco como una jeva: era algo indefinible, contagioso y burlón, que se salía de todas las reglas. Admiro y quiero mucho a Nikitín Rodríguez Lastre, a pesar de que la vida nos haya separado tanto, él en Camagüey y yo aquí. Cuando David Lago, que habitaba en Madrid,  vivía conversaba a diario con él por e-mail o chat. Y David viene al caso porque pertenece a esa camada de gente principeña que pululó en mi juventud, y entre la que están varios de mis mejores amigos.

Pedro Ortiz, del periódico holguinero Adelante, nos invitó a Ibarra y a mi, a dar unas lecturas en la biblioteca de esa ciudad. Por supuesto que Nikitín fue. Cuando llegamos no había hospedaje: Niki se quedó en casa de Bebi Urbino, yo en la de Manolito Guillén y Raúl en la de Querejeta. Fue una locura: a mi me fue muy bien porque la abuela de Manolito era una señora muy cariñosa y él un muchacho trigueño y ojiazul bonito e inteligente; la casa de Bebi era una construcción colonial de principios del siglo XIX con las puertas interiores muy bajitas: daba la impresión de un castillo embrujado. Nunca vi la casa de Querejeta; las ancianas tías tenían la orden de no abir a desconocidos: cuando Ibarra tocaba, se negaban a abrir. Al día siguiente a la llegada estábamos reunidos en la sala de Coco Salas hablando de todo lo anterior cuando vimos en la primer plana del Ahora que Ho Chi Minh había fallecido; Querejeta escribió a toda prisa un poema titulado Yo no creo en la noticia  y lo publicó junto al retrato del líder. Es cierto que Alejandro trabajaba en Adelante, pero me asombró que se inspirara tan deprisa. Visto que Ibarra y Niki tenían problemas con su alojamiento –me da miedo esa casa, parezco una estantigua, se quejaba N.-, conseguimos pasar a un hotelito llamado Familiar o algo parecido. Ahí, los tres compartíamos una sola habitación. Cuando despertamos a la mañana siguiente nos percatamos que su única ventana abría hacia un mercadito. Recuerdo que ese día había aguacates. Ni corto ni perezoso, Niki se embadurnó la cara con crema de afeitar, se envolvió en una sábana y comenzó a llamar a la gente de la tienda vociferando como un moribundo. Con las maletas habíamos formado un montón y yo insistí en dormir sobre él para dejarle la cama a Ibarra. Fueron dos noches. Niki descubrió un closet e inventó encerrarse en él a gritar como si lo estuvieran zurrando: parecía cosa de ultratumba. También compuso un fragmento de poema que decía Holguín, culo sin fin... La misma noche de la lectura, se nos ocurrió explorar la ciudad en coche; parece que al cochero no le gustaron nuestras carcajadas y griticos pues cuando llevábamos andado un buen trecho dijo que había terminado, y nos quedamos en un barrio alejado, pero como entonces Holguín no era tan grande, regresamos a pie sin perdernos. De pronto, un apagón: la ciudad quedó a oscuras. Cuando llegamos a la Biblioteca, que se llama Alex Urquiola leímos con velas, candiles y faroles ante un público bastante pequeño. Nos divertimos horrores. Regresamos en avión y aún me da risa el terror de Ibarra durante aquel vuelo lleno de baches por encima de la recalentada provincia de Oriente. Aclaro, para que nadie se ofenda, que en 1969 Holguín estaba bastante mal. Ese año casi todo estaba cerrado preparando lo que sería la Zafra de los 10 Millones. Tampoco era provincia, como hoy, y todo se hacía muy precariamente. Pero para nosotros aquellos dos o tres días fueron una maravilla.