viernes, 6 de julio de 2012

Pero, regresemos a lo que hablábamos. El Psicólogo me hizo mil pruebas: escribir historias acerca de muñecos, dibujar, hablar basura. Siempre me preguntaba si había hecho “algo”; la verdad es que nunca he sido un hombre atractivo –ni en mi juventud- ni he tenido la menor habilidad en la conquista –solamente he conseguido algo cuando la lujuria ha saltado por encima de mis limitaciones-, con lo que ya se puede imaginar que nunca tenía qué contar en ese epígrafe. En alguna parte de este relato debo consignar la pasmosa suerte para prender la llama del deseo en personas espantosas que durante mi juventud me acompañó. Seres con ojos de carnero, mujeres insatisfechas, invertidos economistas de cuidadoso make up,  optometristas ancianos, chóferes apestosos a cerveza, empleados alcohólicos: esos fenómenos y otros que no recuerdo o callo, han jalonado mi vida de oprobio y frustración. De hecho, no me costaba jurar lo que al directivo le diera la gana, ya que para cumplir mi palabra no necesitaba violentarme lo más mínimo. Para ser franco, mis entrevistas con él fueron siempre muy cordiales y nunca imaginé la menor amenaza en todo aquello.

Es cierto que fue una de tontería de mi parte, aunque  ¿qué clase de profesores tenía la Marinita  que armaban tal revuelo ante una vida tan boba?; ¿en su planeta no existen maricones? ¡Como si hubiera masacrado a mi familia y ocultado sus cadáveres! Me culpo de vanidad, pues no otra cosa que ostentación es el placer de que alguien se ocupe de nosotros como de algo excepcional. Nunca imaginé que esa mezcla de estupidez, maldad y vanidad lesionaría tan completamente mi futuro. El directivo  me tuvo en aquella sonsera como un año hasta que un día me dijo que no podía seguir “atendiéndome” y que transferiría mi caso al doctor Fulano. Dije que sí y jamás fui a ver al tal doctor.

Tal como sucedió, yo seguí con mi vida repleta de deseos en los que, como la canción, estaba “libre de pecado”.