miércoles, 4 de enero de 2012

Mi madre estaba encargada de un kiosco: vendía perros calientes, buñuelos, refrescos –no sé si entonces ya se usaba acompañar cualquier acto público con bebida. Recuerdo un hombre que pedía potasa para su perro caliente –quería decir mostaza- y el aguacero furioso que cayó una tarde. Una corriente bajó por la zanja donde estaba el fogón y lo arrasó todo: el gentío se protegió en los portales de casa, y como se hizo de noche y seguía lloviendo, invadió el interior y se sentó en los sillones. Yo estaba aterrado. Años después La Sagrada Familia, de Miguel Barnet, me lo recordó.



Alrededor de 1952 me inscribieron en el Colegio de Dolores, de los jesuitas. Yo tenía matrícula reservada en la Escuela Anexa a la Universidad de Oriente, donde mi madre terminaba su carrera de Pedagogía. Me había hecho amigo de una porción de profesores porque mamá cargaba conmigo los sábados. Herminio Almendros me ponía a dibujar y a hacer cuentos sobre castillos medievales. Estaba embulladísimo, pero mi padre quiso que fuese a Dolores porque haría “relaciones”; en otras palabras, que a la escuela de los jesuítas iba la crema y nata y a la otra, no.

Caí en Primer Grado B. Todos los grados tenían dos grupos; casualmente, en el grupo A estaban los niños más distinguidos y en el B, los demás. Yo siempre estuve en grupos B. Mi maestro no era un cura, sino Renaldo Infante, que después de la Revolución ocupó un importante puesto en la Radio y la TV, cosa justa porque era un joven muy inteligente que actuaba en obras de teatro y conversaba conmigo, que era sólo un niño.

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