jueves, 9 de febrero de 2012

En aquel tiempo todo era asombrosamente barato. En Las Cañitas un refresco de cola valía diez centavos, y una comida en la cafetería del propio hotel no pasaba de dos o tres pesos. Disfrutábamos a morir y éramos muy alegres. Pronto hice muchas amistades, algunas más duraderas que otras. Meses –y años- después, mi dominio de la vida nocturna habanera creció: frecuentábamos El Coctel, en la esquina de de 23 y M, donde cantaba Teresita Fernández, con la cual me unió por breve tiempo una agradable amistad; el Salón Rojo del Capri donde cantaba Elena Burke; el Gato Tuerto, donde todavía actuaba Miriam Acevedo.


Me gustaba mucho El Gato; recuerdo un camarero silencioso pero de mucho buen humor al que decían El Mejicano. Cierta vez fuimos al Gato Lucía Mercedes Lázaro, Rocau y yo; Lucía era muy gruesa y el asiento donde estaba no la aguantó. Ni Rocau ni yo logramos reaccionar ante lo súbito de su silla aplastada. Fue Rine Leal quien la levantó del piso: El Mejicano acudió tan pronto pudo con una gran bandeja en alto sobre la que acomodó los restos del asiento.

En realidad yo no me enteré de la noche del Gato en que Virgilio Piñera dio su famoso recital de poesía. Me lo perdí. Mantuve durante años la costumbre de asistir a bares del Vedado: El Club 21 –lleno de bebedores consuetudinarios, La Redya La Lupe no estaba, Los Violines, Olokkú, El Turf, El Escondite de Hernando –verdadero tugurio que no me gustó por sombrío, parejero y sin gracia, hasta que me amplié hacia El Parisién del Hotel Nacional con la voz de Marta Strada –a quien entonces idolatraba-, La Casa de Los Vinos cerca de la estación de trenes y el Tropicana sólo una vez -demasiado ostentoso y  carente de privacidad para mi gusto. Fue mi época cabaretera. Con los cincuenta pesos mensuales que me giraba mi madre y los catorce que pagaban en la beca, me sobraba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario