viernes, 24 de febrero de 2012


Tres fueron los grandes compañeros que conocí en la Escuela de Letras. El primero, Ariel Fernández Sargento, de Banes. Muchacho no muy alto, trigueño, bonito con sus veinte años. De esas personas empeñadas en hacer todo como se espera que las hagan. No muy original, pero sí laborioso. Tenía no recuerdo cuál responsabilidad estudiantil. Era novio de Magali Pinzón. Varias veces estuvimos en casa de Magui, que vivía en la Habana del Este. Ella no era delgada y tenía granitos en la cara; hablaba deprisa y era muy simpática. Todo el mundo era amable en aquella casa, donde realmente uno se sentía a gusto. Su hermano menor, Fernandito, era un niño inteligente y muy afeminado. Recuerdo que mientras conversábamos, iba recortando figuras de animales en papeles de colores y luego nos las repartía.

Durante unas vacaciones de Fin de Año le pedí a Ariel Fernández Sargento que viniera a Cuabitas y se pasara unos días conmigo. Subimos a la Gran Piedra y nos hicimos fotos apasionadas, muy dramáticas, con luces de sol poniente.
 
Roy Dihigo era de baja estatura, más bien delgado, usaba gafas y era muy sonrosado. De origen santiaguero, durante los años ’50 perteneció a la Juventud Socialista. Puede, ya que sus dos padres eran muy comunistas. Roycito –o Maladói, como le decíamos también- provenía de una familia de auténticos intelectuales. Su papá había sido profesor de mi madre en la Universidad de Oriente, y su mamá, Nina Ariete, fue secretaria de Armando Hart y de Juan Almeida cuando dirigían la provincia de Oriente en los primeros ’60. No sé cómo la soportaban, por lo antipática, intolerante y pesada. Ignoro cómo esa familia fue a dar a La Habana: imagino que por cuestiones de trabajo.

 Maladói había estudiado en la Universidad Carolina de Praga, su materia era la Lingüística. Escribía, y no era mal poeta. Nada malo. Estaba casado con mi amiga Georgina Yero –Yiyín-, personaje muy especial que merece su espacio, aunque a la vez era novio de un soldadito muy apuesto llamado Cristóbal, de color cetrino. A Roy/ Maladói le gustaba llevarnos a comer a restaurantes, y siempre ordenaba más de lo que apetecía. Le encantaba ver la mesa llena. Tenía muy buen humor y era una persona elegante. Una noche nos llevó a comer al Castillo de Jagua, que entonces quedaba en 23 y G; como era la época navideña el local estaba muy decorado. Maladói se antojó en llevarse una bola del arbolito. No sé si lo logró.

Hacia mediados del ‘66 se llevó a vivir con él a Yiyín: por aquella época yo los visitaba mucho y recuerdo la tarde que me enteré de la muerte de Ché Guevara mientras miraba a través de la ventana de su habitación. Luego Yiyín regresó a Santiago y se entregó a la bebida. En alguna ocasión, tiempo después, lo visité de nuevo: ahora su cuarto era otro, lo había pintado de colores chillones y tenía un espejo justo sobre su cama, adosado al falso techo, con propósitos evidentes. Roy Dihigo solamente se eclipsó –en realidad no desapareció: se eclipsó- cuando me echaron de la Universidad. Durante años sólo supe de él por sus publicaciones, hasta que hace un tiempo estuvimos intercambiando e-mails. era profesor de la Universidad de Hermosillo, en México. Mi amistad con Roy Dihigo duró mucho. Falleció en 2011.

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