martes, 28 de febrero de 2012





En 1967 comencé a publicar poesía. El jefe de la página cultural del diario Juventud Rebelde era nuestro compañero de Escuela Eduardo Morales. Me pidió cosas y publiqué dos pequeños textos. Aquello me halagó mucho. Claro que se lo debía en buena parte a Maladói Dihigo, quien era buen amigo de Eduardo. Pero los poemas no eran malos. Más tarde me invitaron a Varadero, a un selecto evento llamado Encuentro con Rubén Darío. Nunca había estado allí y nos alojaron en el Hotel Internacional. Roy y yo compartimos habitación aunque dormimos en el balcón “para escuchar mejor las olas”. El Encuentro… se realizó en la antigua casa del millonario Dupont, que entonces se llamaba Las Américas. Solamente los invitados, pues repito que era bien exclusivo: allí conocí a Thiago de Mello, Paco Urondo, Noé Jitrik, Ulises Estrella y muchísimos otros escritores de Latinoamérica. Estuvimos un solo día y me impresionó mucho. Los textos publicados, el Encuentro con Darío, y luego una exposición de poemas murales que hubo en la Escuela de Letras, me hicieron sentir un gran intelectual. Esto de los murales va como sigue: uno debía confeccionar un affiche con un poema original y varias imágenes a elección. Me quedó bien el mío: mi texto hablaba de un soldado. A una mujer llamada Lázara Nosequé no le pareció bien. Era la palabra soldado: Lázara dijo que mi texto era algo así como humillante, o derrotista: quizá como ella nunca se quitaba la ropa verde olivo, se sintió aludida. Ese tipo de persona caricaturesca era abundante en aquella época. Lo arrancó y lo llevó a la Dirección de la Escuela. Otra vez Vicentina Antuña usó su autoridad y se restituyó mi affiche: así se inauguró mi carrera de “poeta conflictivo”.

Por ese año eran frecuentes los conversatorios y las mesas redondas, que podían ser en la Casa de las Américas o en el propio rectorado de la Universidad. Yo no me perdía una: me fascinaba la elocuencia de Antón Arrufat y los desplantes tan lúcidos de Virgilio Piñera. De ese entonces procede mi admiración por Virgilio, calvo, perfil de perico y casi siempre con pantalón gris, camisa clara y paraguas. También Abelardo Estorino, Reinaldo González, los diseñadores Umberto Peña, Raúl Martínez, el joven Darío Mora.  Yo siempre iba con mi amiga Mary que conocía a todo el mundo.  De verdad no recuerdo qué se discutía. Todo: una publicación, un estreno teatral o de cine, un tema puesto por el moderador. Todo.

Hice una lista con los libros que supuestamente yo debía leer. Salieron como cincuenta títulos. Entonces me dediqué a hacerlo. Unos los conseguía en la Biblioteca Nacional, y otros en la Central de la Universidad, en la de la Escuela y hasta en la de la Casa de las Américas. Leía como diez horas diarias. Completé mi lista, hice otra y así me informé no solamente de obras y autores sino de revistas. Una de las cosas más útiles que puede hacer un estudiante de Literatura es leer aunque no se lo manden. Más tarde no hay tiempo. O se puede, pero mucho menos: no tienes tiempo o deseo, piensas en otra cosa, te falla la vista, no encuentras los libros. En la vida cada cosa tiene su momento.

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