viernes, 31 de agosto de 2012

A MEDIDA QUE AUMENTABAN LAS NECESIDADES, también subían los gastos: el mercado negro se disparó. La cotidianidad había comenzado a absorberme y era evidente que nunca más regresarían los ’70 y ’80, cuando el miserable salario me sobraba para vivir. Seguí buscando entradas “extras”. Me hice profesor particular de cuatro adultos que estudiaban Derecho por la libre. Dos asignaturas. Cada uno pagaba por separado. Debía impartir las clases una noche fija para aprovechar cierto local libre. No eran inteligentes y a esa hora el cansancio no los dejaba atender. Tampoco tenían mucho interés. Entre preparar clases, impartirlas y correr detrás de los alumnos para cobrarles, pasaba mi vida. No sirvió.

Luego conseguí un pequeño contrato en el Fondo para impartir a los empleados Elementos Visuales del Arte. Era mejor. Lo hacía durante mi día libre en la Galería. Atmósfera mucho más distendida, más interés, mejor paga que con las clases particulares Cuando más entusiasmado estaba, tuve una crisis de epilepsia. Me fui contra el piso y perdí los dientes incisivos. ¿Piensan que dejé el contrato? ¡Ni loco! Ahora abría menos la boca para que no se notara el hueco negro. Cuando por fin terminaron de hacerme la prótesis y pude reír con todos los dientes, me sentí hombre nuevo. Los perdí, sí, pero no se me picaron: un accidente los rompió.

Mientras la vida cotidiana se dificultaba por momentos, yo comencé a escribir mucho más y la actitud oficial hacia los gay cambió. La vida y los Evangelios me han enseñado que el corazón humano es duro como la piedra y frágil como el barro: difícilmente hace algo sólo por bondad. La diferencia se debió a varias razones: a) El qué dirán internacional -las campañas mundiales pro gay y el comportamiento del resto del mundo; b) A mediada que el sida se propagó por el mundo y no quedó más remedio que ser más honesto sobre el comportamiento de las personas, se derrumbaron muchos mitos; c) para unificar al país: evidentemente, una crisis económica y política estaba en marcha; era indispensable un “frente común”. Ciertamente disminuyó la presión, aunque nadie se engañaba: los prejuicios se habían replegado solamente. Los gays sentimos un alivio. Muchas personas se han referido a ello con desdén, incompetencia y torpeza: sólo quien no ha experimentado durante años el pisotón en la nuca, ignora lo que significa que la bota afloje.

La Galería me olía a sentina. Tenía que irme. Convencí a Jenet Ortiz –que dirigía el Fondo Cubano de Bienes Culturales en Santiago desde 1984- de que me contratara. Como “responsable de proyectos” o algo así. El Director de Cultura no quiso dejarme ir y me obligó a cuidar durante un mes una exposición que saludaba ciertos juegos deportivos. Al final no pudo retenerme. Después me largué. Un detalle: mi nuevo contrato con el FBC no fue laboral, sino artístico, por lo cual nunca acumuló Seguridad Social, o sea, que no contaba para vacaciones ni para la jubilación. Ya era fines del ’91.

Con los meses se profundizaba el Período. Faltaba todo, desde cualquier tipo de comida, calzado, ropa y medicinas, hasta transportes, combustibles y electricidad. Se propagaba un total sentimiento de desesperanza, como si no existiera el futuro.  Claro que la percepción de lo que significó el Período dependió mucho de la situación económica de cada cual, en qué parte del país uno vivía y cómo era la familia.

Casi junto con mi llegada al Fondo, Carlos Victoria me envió un salvador paquete con zapatos, ropa, jabones y medicinas. Gracias a él no me vi como miles de personas.

Durante mis primeros tiempos me ocupé de supervisar varios proyectos de ambientación: qué estaba terminado, qué faltaba, cuál artista estaba trabajando en su proyecto, qué necesitaba, cuándo terminaría, etc. Tuve grandes compañeros de trabajo, como Albérico Méndez, Diego Scheller, mi querida Olga Trapero, la arquitecta Penélope Domingo, Hugo Aldecoa, el arquitecto Marino Raudales. Una tropa excelente de personas muy alegres.

En aquel tiempo el papá de Albérico todavía estaba vivo: iban en su jeep a buscar leche de vaca cerca de San Vicente y cuando regresaban pasaban por la esquina de casa y me bajaban a Santiago. Me identifiqué mucho con él porque su relación con el padre era muy similar a la mía con Nenena. Diego Scheller es nieto de alemán –en una ocasión me enseñó un certificado bautismal en góticas teutonas-: no tiene sentido del tiempo y quien no se ría con él es porque está enfermo. Marino Raudales nació en Camagüey: se dio a conocer entre nosotros mediante con el stand del FBC en la primera Feria del Caribe, creo que en el ‘92 -módulos de madera torneada y textiles que forman tendales. Su ligereza y sentido práctico siempre me admiraron.

Quiero mucho a Olguita Trapero: sus ojos brillantísimos de animalito juguetón conmueven a cualquiera. Una vez una empleada de La Isabelica me regañó por  echarle azúcar al agua y bebérmela. Yo contesté que las tres cosas estaban sobre la mesa: yo solamente las junté y las bebí. Olguita me apoyó arguyendo que en todos los países del mundo donde ella había estado lo que se encuentra sobre la mesa es para el cliente; yo quisiera saber en qué países del mundo había estado ella. Huguito y Penélope son otra historia, al igual que Armel Chao.

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