viernes, 24 de agosto de 2012

En el ’87 se hizo en la Galería el primer Evento 30 de Noviembre, que constaba de un concurso teórico y un Salón. Presenté al concurso el trabajo que sirvió de tesis para graduarme de Museología: gané el premio. Al año siguiente presenté otro texto que ya tenía escrito y volví a ganar.. Los jurados habían sido profesores míos en La Habana o me conocían de allá: Rosario Novoa, Pepe Veigas, Oscar Morriña. Eso me dio ánimo para escribir. El salón también tuvo jurados conocidos: Ángel Alfaro, Magali Olivera, Umberto Peña, Luis Miguel Valdés, Rubén Acosta, etc. Aquel mismo año, por casualidad, Coco Salas vino a Cuba. Lo invitaron al Festival de Ballet y dio una conferencia: estuvo en Santiago y nos visitó a Ibarra y a mi. No ha regresado más.

Las obras ganadoras en el 30 de Noviembre, competían en el Salón de Premiados del Museo Nacional de Bellas Artes, como un campeonato. Dos años más tarde me tocó ir a La Habana acompañando a los premiados. Coincidió con el juicio del general Ochoa. Todas las noches iba a casa de una amiga a ver los resúmenes por televisión. Claro que me dolió, pero lo miré y aún lo miro como algo perteneciente a una esfera en la que no tengo parte. A Ochoa le tocó perder, es verdad, pero hubiera podido ganar: en ninguno de ambos casos mis intereses ni mis ideas estaban implicados.


Por ese tiempo, la depresión crónica de mi madre tuvo un agravamiento. Se negó a comer y en una ocasión tuve que darle el alimento con cuchara, como a un niño pequeño. Casi a diario había que llevarla al hospital: cuando no tenía mareos o la boca seca, eran palpitaciones, o decía que no podía tragar. Como había debutado con glaucoma, varios medicamentos no los podía tomar: cada día que pasaba se sentía peor. Su psiquiatra y yo determinamos internarla en el Hospital San Luis de Jagua, a pesar de que tenía más de setenta –que era la edad límite establecida para recibir tratamiento psiquiátrico.

Jagua queda como a veinte kilómetros de Santiago, antes de llegar a Songo. Fue construido en los años ’40 para leprosorio y durante los ’60 se convirtió en hospital psiquiátrico. En realidad Nenena permaneció allá sólo siete días, durante los cuales fui diariamente a verla. Quien por poco se vuelve loco soy yo: dejarla en ese maremagno de  seres de todas las procedencias y costumbres me parecía un acto criminal. Estaba indefensa y frágil, a pesar de que su sala era para enfermos estables y con tratamiento.

Me decidí a sacarla y la regresé a casa. No hallé a su médico, y el que estaba de guardia me hizo firmar un papel. En un dos por tres llegamos a la carretera. La monté a empujones en una guagua repleta y nos quedamos en Cuabitas, como a tres cuadras de casa. Ya de regreso, no quiso tomar más medicamentos. Dos días después era otra persona: lúcida y de buen carácter. Terminó curándose del todo. Por eso creo que la determinación frecuentemente sobrepasa a las medicinas. Esa casta de roble, de decisiones extremas y acertadas, es muy típica de la familia Oliva.






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