martes, 18 de septiembre de 2012


Creo que, sobre todo, la gente de mi entorno se sentía aislada y olvidada –en aquella época no existía correo electrónico y Cuba ni siquiera se había conectado aún a Internet. Tengo la impresión de que para la gente directamente cercana a mi, aquello contribuyó a disminuir esos sentimientos. Las cosas más reales son las que más trabajo cuesta demostrar: que es posible ver, tocar y vivir una realidad diferente de la del. Hay veces que el alma humana necesita estar segura de que realmente se puede vivir sin la ansiedad del próximo apagón, la olla vacía, la falta de cosas de aseo,  de todo. Durante el Período la sensación general era de que no existía el futuro, más que como prolongación del presente: o sea, que siempre habría Período.


He hablado del desamparo generalizado. In the other hand, comencé a sentir algo que entonces era totalmente nuevo y que dura hasta ahora: el asedio, a veces desembozado, a veces no, para usurparme objetos, personas, sentimientos – o simplemente para robarme. En un principio lo justifiqué con la enorme carestía que acarreó el Período – a pesar de su innegable hermosura, los chicos de mi barrio estaban más flacos todavía: ¿hasta dónde se llegaría?-, luego he comprendido que aunque la mala situación evidentemente contribuyó, se trata de algo inherente a los nuevos tiempos. Además del robo, se justificaron la prostitución y la corrupción encima de la costra de hipocresía que más de treinta años y la cercanía del siglo veintiuno habían sedimentado. He observado que en lugar de reducir, esos males han aumentado con el tiempo. Ello no es extraño: por una parte, en Cuba el dinero ocupa cada día más un lugar preponderante en las relaciones de todo tipo y, por otra, una sociedad que niega obsesivamente verdades enormes y sataniza lo que tiende a apaciguar las necesidades inmediatas cotidianas, únicamente así puede mantenerse. Hoy día, robar algo de valor o prostituirse con beneficio son logros que merecen respeto popular. Como decía Marx, la gente es como vive. Ergo, ¿cómo será la Cuba del 2050?

A los pocos días se presentó en casa Javier. Que para nada era ya un niño. Estudiaba soldadura en una escuela de oficios cerca de casa. Confieso que todavía no sé quién es o qué cantidad de fingimiento y ganas de obtener ventajas existiría en su acercamiento.
No me importaba. Para nada. Durante muchos meses su piel olió a humo de leña y su ropita reflejaba el mundo de privaciones del que procedía. Fue en mi casa que aprendió a usar champú, gel de baño y colonia.


Lo enseñé a ser buen cocinero, ya que tiene habilidad innata para resolver problemas prácticos relacionados con tejados, tragantes, tuberías y barre con dedicación y energía, como si en ello le fuera la vida. Sin embargo, le teme a la electricidad: todo lo relacionado con ella es arcano para él. Las pocas veces que bebe, incurre en actitudes de un cretinismo alarmante. No fuma. Sólo de tarde en tarde –aunque inesperadamente- reacciona con ira, ya que acostumbra ser apacible y risueño. Cuando está o cree estar solo, lo cubre un casi imperceptible velo de tristeza y desamparo.

El Festival de Teatro Máscara de Caoba, como siempre,  se celebró en primavera. Me designaron jurado y, como las funciones terminaban demasiado tarde en la noche, también una habitación junto a los otros en el Hotel Trópico –grupo de edificios baratos que estuvieron ocupados por familias rusas durante los ’80 y que al retirarse aquéllas resultaron convertidos en “instalación turística”. Mis co-jurados (¿existe esa expresión?) fueron Vivian Martínez Tabares y Vicente Revuelta; ella era la teórica, sabia teatral, delicada, bonita y con ese don tan habanero de ser simpática a la vez que levanta un murallón contra los desconocidos (es como ver el jardín desde la acera y tener la cancela cerrada con candado).

Regresar a Cuabitas y continuar mi romance fue todo uno. Desde el lecho escuchábamos a La Lupe en una pequeña grabadora que años después misteriosamente desapareció. Hacia julio vino el Festival del Caribe y el encuentro de poetas que año por año organizaba Cos Causse. Ese año estuvo aquí Arrufat, santiaguero ausente al fin. Con él sí hice amistad; en años posteriores lo telefoneaba cada cierto tiempo, luego dejó de estar en casa y actualmente conversamos largamente cuando nos encontramos. Le agradezco que haya querido leer mi texto y aconsejarme los poemas que debería contener el libro que me publicó UNION.


Sí, porque la editora de la UNEAC me había pedido un libro para publicar; así armé Cómo criar un Perro, que sometí a esa casa editora; al cabo de unos meses me enteré de que no lo habían admitido –dijeron que era muy conversacional y pasado de moda. Lo cual no era razón convincente: el hecho de haberme apartado de lo que se considera novedoso evidentemente no agradó a la comisión de lectura.  Entonces me quejé a Adrián Bosco –entonces presidente de la UNEAC- y fue él quien destrabó el asunto: por fin, en 2003, siete años después, salió el libro con una cubierta rosada espantosa de la cual me enteré incidentalmente cuando ya el libro había sido impreso, y con  una nube de erratas. Evidentemente la edición y el diseño no funcionaron, aunque por lo menos tuve un tomito impreso en material más presentable.

Ese mismo ’95 acá en Santiago me imprimieron El aceite y el vinagre, en un solo tomo compartido con Sombra y variaciones, de Raúl Ibarra. En aquellos años en que la industria editorial cubana casi había tocado fondo, era lo menos que se podía hacer con tal de sacar lo que habíamos escrito durante años –en realidad, Ibarra solamente había publicado Fox trot, en l990. No se me ocurriría de nuevo compartir libro con alguien más, salvo con el propio Ibarra, poeta y amigo a quien admiro y quiero mucho.

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