lunes, 24 de septiembre de 2012

El viaje duró algo más de tres horas. Es maravilloso ver cómo la isla se continúa con las demás tierras. Uno piensa a Cuba como un mundo aparte, como una dimensión paralela, pero desde el aire comprueba que no es así. Que somos lo mismo. Solamente la tierra se hunde, sigue por debajo del mar y luego sale en otro sitio: uno piensa que somos algo diferente, donde la gente y las cosas pertenecen a otra especie, y en eso nos equivocamos. Impresiona la verdad  de los mapas, que es lo mismo que se ve por la ventanilla del avión.

Llegamos al Aeropuerto de El Dorado,  de Bogotá  a media tarde. Así llamaban los conquistadores al rey legendario de una civilización muy poderosa, -¿los chibchas?-, asentados alrededor de Bogotá. Dice un libro que la terminal comenzó a funcionar en 1959. Su arquitectura da sensación de grandiosidad y pesantez. Para entrar al edificio desde la pista hay que caminar por una serie de pasillos oscuros con nichos donde resplandecen ídolos dorados. Imita a un templo pre-hispánico.

Cuando tuvimos los equipajes en nuestro poder y pasamos al área de recibimiento comprobamos que nadie nos esperaba. Me aterré. Desde que salimos de Santiago me sentía como una especie de mamá atiborrada de responsabilidades; en definitiva había arrastrado desde su casa a aquellos pintores y los había enrolado en esta aventura (claro que por su propia voluntad). Recordé que el Hermano Galano –el mismo que me invitó a Santo Domingo- había sido trasladado a Bogotá a desempeñar un alto cargo. Lo telefoneé. Tuve la suerte de contactar con él: me prometió llamar a Ibagué y averiguar el paradero de quienes debían esperarnos, así como venir al aeropuerto a acompañarnos hasta que estuviésemos encaminados. Realmente las constantes advertencias por el audio de que vigilen sus equipajes me tenían muy nervioso. Como a la hora y media de llegar el Hermano Juan, entraron los ibaguereños con Wally al frente.

Era un vehículo tipo jeep bastante espacioso –de los que en Santo Domingo llaman yipeta. Nos pusimos en camino como a las cinco y media. El tránsito era infernalmente denso: me sorprendió que los policías, en lugar de moderar o detener a los autos, les hacían enérgicas señales de que circularan. Dos helicópteros sobrevolaban la ciudad: me dijeron que pertenecían a la Policía. En aquel mar de vehículos, la única orden que podía darse era ¡caminen!

Por fin salimos de la ciudad y viajamos hacia el sudoeste por una ancha carretera que poco a poco se oscureció, a veces volada, subiendo y bajando montañas sobre un paisaje iluminado por una luna sucia. Al cabo de unas horas empezó a llover fuerte. Así entramos a Ibagué.

Como el hotel estaba pagado a partir del día siguiente, nos llevaron a un sitio llamado Casa de Campo, en las afueras de la ciudad. Cuando bajamos del auto llovía furiosamente y caí sobre el asfalto enredado en un mazo de correas de seguridad: allí me dejaron empapado hasta los huesos, pues la risa no dejaba a nadie desafiar al agua y liberarme. Por fin me zafé y pude reunirme con los demás: ellos desternillados y yo hecho una sopa.

Los colombianos nos acompañaron un rato en la habitación y trajeron refrescos y algo de comer. Pero, ¿por qué no lo hacíamos normalmente en una mesa? ¿por qué aquel sitio parecía una casa de citas? Comprendí más tarde: porque lo era. Para esa noche no había hotel pago y entre ellos debieron colectar dinero para que durmiéramos bajo techo, les alcanzó sólo para pagar una casa de amor y matarnos el hambre. Ahora se los agradezco, pero al principio me hacía cruces ¿qué hago en una posada colombiana con estas personas? Al día siguiente, cuando nos reunimos a desayunar y vi las tiernas parejas arrullándose en las otras mesas confirmé mis sospechas. Pero el sitio no era feo, al contrario.

Por fin aparecieron nuestros amigos para llevarnos a nuestro hotel “de verdad”. Me confundí mucho cuando Wally dijo que las habitaciones ya estaban canceladas. En Cuba, cancelar quiere decir borrar de la memoria, abolir, derogar;  pero allá significa pagar, liquidar, cancelar una deuda. Era el Hotel Suiza, un sitio modesto pero agradable, en la esquina de la Carrera 3ra. con calle 17.



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