jueves, 12 de enero de 2012


Mi familia acostumbraba a celebrar enormes almuerzos en la Playa Siboney. Encargaban un puerco de los corrales del viejo Bestard: ese señor también los asaba, los montaba sobre un sartén-bandeja cubierto con hojas de banana, y los llevaba hasta la playa. En guagua y a tiempo. Disponíamos una mesa larga bajo las casuarinas y los almendros, y a comer. Lechón asado, tostones, arroz congrí, ñame hervido; de postre cascos de guayaba con queso crema. Para beber, cerveza para los mayores y refrescos para los muchachos. Entre la comida, el aire de mar y las risas, era un verdadero sueño de seguridad y alegría.

En el Colegio se iba a misa todos los días antes de clase. No diré que allí descubrí mi religiosidad porque, viviendo frente a una iglesia, siempre practiqué el catolicismo; sin embargo en Dolores se inició mi intimidad con lo trascendente, verdadera base de toda religiosidad. Hoy no soy lo que se dice un católico práctico: no voy a misa los domingos ni me confieso. Cualquier persona que se relacione con Dios como ha aprendido a hacerlo desde siempre, para mi está bien y merece todo respeto. Si me convirtiera a otra religión sería un mal creyente: los códigos que aprendí son los del catolicismo. Me fascinan las vidas de los santos, los altares, la música de órgano, los coros, los candelabros: quizá resulte superficial y anticuado, pero he aprendido a reconocer a Dios mediante esos signos y me funcionan. La Inquisición, Giordano Bruno, la Noche de San Bartolomé, pertenecen a esa mierda que arrastran todas las grandes corrientes de pensamiento –religiosas o no- junto a lo que las ha hecho creíbles. Si alguna vez me viera obligado a practicar un ritual, escogería el católico: me siento cómodo con él y toca mejor mi alma. Con todo, nunca pretendería ser santo: una persona a quien le gusta tanto la gozadera del cuerpo, no puede serlo.

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