viernes, 13 de enero de 2012



El Colegio no era solamente religioso, sino también muy estricto. Las clases empezaban como a las nueve menos cuarto, hasta las once y cuarto con un break de veinte minutos para el recreo: a toque de campana como en un barracón. De tarde la cosa era, de dos menos cuarto a cuatro y cuarto con recreo intercalado. Cada quince días había pruebas de todas las materias cuyos resultados aparecían en un librillo llamado “el boletín”; este boletín debía devolverse firmado por el padre, la madre o el tutor. Para Navidad y junio se repartían diplomas o medallas: si te habían castigado tres veces, o faltado a clase más de una, de seguro no cogías medalla de Disciplina –Cruz de Honor se llamaba – o de Asistencia; cada asignatura te daba una medalla de acuerdo al promedio acumulado: eso era inflexible.

Las entregas de premios comenzaban con la siguiente arenga: Para mayor Gloria de Dios, honor de la virtud y estímulo de los alumnos del Colegio Dolores se proclaman los nombres de los que, durante el curso académico de tal año a tal año, por su conducta irreprensible, valor constante y notable aprovechamiento, se  han hecho dignos de premio y honorífica mención. Para todos sin excepción, las entregas constituían ocasiones memorables: iba mucha gente, había representaciones, competencias, coros y de regreso a casa mi papá nos llevaba a una fuente de soda chic a exhibir el medallero y excitar mi vanidad frente a las otras familias dolorinas.

Por lo general, un solo maestro impartía todas las materias, menos Inglés y Caligrafía que tenían sus especialistas. En 1er. Grado tuve al profesor Infante, como ya dije; en el 2do., a Planas; en 3ro. Ricardo Cangas –cuyos padres poseían un  sembrado de flores para el comercio; en 4to, al profesor Valls y al Hermano Hernández porque nos unieron con el grupo A; en 5to, a  Borges –que aún vive y me complazco en saludarlo por la calle llamándolo profesor; en 6to., a Ferrán y en Ingreso al hermano Salgueiro. Ingreso era un curso colchón entre la enseñanza primaria y el bachillerato. Salgueiro fue el mismo maestro que tuvo Fidel Castro cuando pasó por allí.  Con Salgueiro oí hablar por vez primera de las infamias de los americanos durante las guerras por la independencia de Cuba: ellos mismos reventaron el acorazado Maine y se metieron en la guerra de Cuba para quitársela a España pues ni a mambises ni a peninsulares les quedaban fuerzas.

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