miércoles, 18 de enero de 2012


Mi tercera obsesión fue escribir. Después de los cuentos de hadas que promovía en mi el doctor Herminio Almendros, me dio por escribir en enormes papeles, con tinta negra y portaplumas de palo forrados con hilos de colores por los internos de la Prisión de Boniato –mi tío Puluto Desquirón me los compraba en su trabajo, la Sociedad de Acción Ciudadana. Lo primero que escribí fue una versión de Aladino y la Lámpara Maravillosa: fui al cine, vi la película y al regresar a Cuabitas, compuse mi opera prima. Creo que todavía existe, perdida por algún armario. Ya disfrutaba el acto de escribir.

Mientras yo iba a los “grados inferiores”, Cuba entera y mi ciudad en particular, eran un hervidero de asesinatos, registros, bombas, manifestaciones, cadáveres acribillados y rumores. La guerra clandestina contra Fulgencio Batista estaba en su apogeo, y uno de sus escenarios principales era Santiago de Cuba. Recuerdo como en una bruma el 10 de Marzo del ’52, el cuatelazo que hizo Presidente a Fulgencio Batista: un jeep con soldados vestidos color caqui atravesaba por debajo del puente de Quintero envuelto en una polvareda. Ya relaté cómo, al año siguiente, viví los hechos del asalto al Cuartel Moncada.

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