jueves, 19 de enero de 2012


Un día de 1956 ocurrió un hecho trascendental para mi: monté en avión por vez primera. Chiflado por el transporte aéreo, el DC-3 que me llevó a La Habana con escalas en Bayamo, Holguín, Camagüey, y Santa Clara me pareció fenomenal. Por mí que hubiera durado ocho y no cuatro horas aquel viaje: cuando salimos de Bayamo, el capitán de la nave me invitó a la cabina, cosa que no acepté entre miedoso y apenado. Las ventanas rectangulares abrían hacia un panorama de nubes blancas y grises que jamás había conocido. Sentí que no podía tragar cuando el aparato rodó por la grama del Campo de Aviación de San Pedrito y tomó aquella curva remota después de la cual los aparatos desaparecían sólo para regresar volando por encima del hangar. Aquello era lo máximo. A año siguiente ya estaba terminado el otro aeropuerto, el de ahora, y un montón de gente se arremolinaba en la casita que habían hecho para las operaciones: el Super G-Constellation que volaba a Miami estaba por despegar.

El 30 de noviembre del ’56 esperé inútilmente la guagua del Colegio; horas después vinieron a explicarme que no había clases porque la ciudad estaba insubordinada. Me quité el uniforme y me puse a mirar hacia las ramas de los ficus, a la parte donde los murciélagos se cuelgan a dormir.

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