jueves, 16 de febrero de 2012

Aquel primer año –como los de todas las carreras- fue muy laborioso. Había que leer mucho y escribir más. Jamás había conocido La Ilíada ni la Odisea, ni la Canción de Rolando. Nunca había leído a Sócrates. Aprendí bastante latín –que no es un conocimiento inútil como suele creerse, sino la verdadera fuente de nuestra manera de expresarnos. Tuve que traducir a Ovidio y Cicerón. Conocí el intrincado y maravilloso mundo de las bibliotecas: visitaba tres de ellas con mucha frecuencia, la de la Escuela de Letras, la Biblioteca Central de la Universidad y la Nacional –más tarde descubrí la de la Casa de las Américas aunque por su fondo tan especializado no fue de mis más concurridas. Redacción y Composición fue una asignatura muy querida donde aprendí a leer a Lorca y al marqués de Santillana; la impartía Mirta Aguirre –quien era muy buena enseñando-. Me fascinaba su humor irónico y la forma poco piadosa con que trataba a los alumnos. Por aquel tiempo yo usaba una pequeña barba: con su voz enérgica Mirta se dirigió al aula poniendo como ejemplo los pelos de mi rostro como el medio que yo había escogido para “reforzar mi masculinidad”. Aunque en el primer momento me sonrojó, después no lo tomé a mal ya que lo entendí como una burla a mi persona para explicar la diferencia entre metáfora e imagen. Por lo demás la consideraba y considero una mujer interesante.

Recuerdo a todos y quizá hablar de todos haga de este escrito algo excesivo, pero si no aprovecho ahora, ¿cuándo lo haré?

Más adelante, tuve otros profesores. Unos maravillosos y otros no. La mejor de todas fue Camila Henríquez Ureña, de quien tuve la suerte de aprender la obra de Bocaccio y Dante. Leía los textos en italiano. Era una mujer alta, corpulenta, de suave pelo blanco, siempre vestida en tonos pastel. Respiraba ternura y serenidad. Nunca alzó la voz. Su hermano Eduardo[1] vivía casi detrás de nosotros, en Cuabitas. Camila impartía las clases sentada en su sillón frailero. Para comenzar escribía en el pizarrón la fecha y el tema con amplia caligrafía inglesa muy decorada. Luego leía la clase en voz muy clara y convincente. No improvisaba: tenía sus conferencias cuidadosamente manuscritas a tinta en un cuaderno, con la misma caligrafía. Imagino que a su muerte no habrá faltado profesor que se haya adjudicado la legendaria libreta. Es decir, que si un año te perdías una clase, al año siguiente, por la misma fecha, podías asistir al curso de Camila seguro de que la escucharías. No es que fuera repetitiva: era su estilo basado en la estabilidad y la calma. Muchas veces me dormí en su clase. Tenía y tengo la mala costumbre de dormirme cuando se reclama fuertemente mi atención: dormí en la clase de Camila y luego lo hice en la única proyección completa que he podido ver de Iván el Terrible -copia fiel del original-. Lo mismo ha ocurrido siempre: en el curso nocturno de la Universidad de Oriente, en los Consejos de Dirección de Caguayo S.A., en mi casa frente al TV, en la oficina frente al ordenador, en ómnibus, aviones, instantes después de hacer el amor. En el caso de Camila, aquella estatua de la Virgen sobre la torre  de la iglesia del Carmen que se divisaba claramente por la ventana del aula sólo contribuyó a desencadenar mi somnolencia.



[1] Por parte de padre, pues ella era Henríquez Ureña y Eduardo era Henríquez Lauranzón.

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