lunes, 23 de julio de 2012

AQUEL 1971 FUI Y VINE DE LA HABANA un montón de veces. He omitido relatar que después de mi “debut” epiléptico comencé a atenderme en el Instituto Neurológico de La Habana y había continuado asistiendo a las consultas con una mínima asiduidad: al mudarme de ciudad, necesitaba hacerlo también de especialista y hospital. Eso me tomó tiempo. Otra razón fue que cuando me expulsaron no me dieron documento alguno. Para poder ser contratado en cualquier sitio, necesitaba algo que dijera de dónde yo salía: un diploma, una sanción, cualquier cosa. Escribí cartas, puse telegramas y acudí varias veces a la Secretaría de la Facultad de Humanidades: primero me dieron un certificado con todas las notas obtenidas durante mi inconclusa carrera, pero como eso no bastaba, me hicieron una carta de dos líneas, firmada por una secretaria donde constaba que yo había causado baja definitiva; o sea, que según los papeles de la Facultad yo no había sido expulsado. Me daban baja y no se decía por qué. Como si yo hubiera dejado de la carrera por mi propia voluntad. Años después supe que otro archivo completamente distinto sí había guardado su versión de aquellos sucesos.

Fui a la delegación santiaguera del Ministerio del Trabajo y me ofrecieron varias posibilidades, una de las cuales era un Instituto de Plantas Tropicales. Elegí el Instituto. Hice un papeleo agotador que pasaba por una oficina rural en la carretera de El Caney, y apenas todo estuvo en regla corrí al sitio señalado. Cuando llegué a Veguitas –donde se supone que estaban las plantas tropicales-, nada de edificio, solamente unas colinas de tierra, malezas y árboles aislados. Caminé varios minutos por un trillo y me detuve junto a una mata de mamoncillos, donde había un gran cajón de herramientas con un hombre encima. Le pregunté si sabía del tal Instituto y me respondió aquí mismo es. Sólo se veía una planta rastrera de hojas amplias: me dijo que esa hoja se estaba ensayando como alimento para el ganado. Más allá había un anciano que se encorvaba bajo el sol: póngase con ese compañero que tiene gran experiencia. Le dije que está bien y fui a cortar yerba cerca del anciano, que permaneció en silencio cuando me presenté. Aquel enredo de hojas no tenía pies ni cabeza y el sol me llegaba al alma. Recuerdo que aquel mismo día trajeron de México el cadáver de Bola de Nieve.

Poco antes del medio día el viejo desapareció. No lo vi irse. Cuando me percaté, juré que solamente estaría allí hasta fin de semana; a la media hora, juré que hasta dentro de dos días. Después, que hasta el final de jornada y por último, que no soportaba más y me iba ahora mismo. Sobre la caja de herramientas soplaba la brisa ardiente de Veguitas. Salí de aquel infierno y fui a parar a la casa de mi amigo Ibarra. Al otro día tuve que hacer el mismo papeleo a la inversa para mi liberación total.

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