martes, 23 de octubre de 2012

A principios de diciembre se vio que no cabíamos todos. Entonces fueron a Megacén y alquilaron dos locales grandes y otro pequeño para René. La mudanza se produjo entre Navidad y Fin de Año.

La oficina donde trabajaba era la mejor –la de la presidencia-: en la segunda planta. De puntal alto, por el oeste daba a un balcón, por el este la cerraba un vitral y por el norte abría a un gran salón que parecía de baile y tenía más balcones.

Megacén quiere decir algo así como “gran centro”, pero su incoherencia rayaba en lo absurdo: en realidad se trataba de un centro de información del Ministerio de la Ciencia, la Técnica y el Medio Ambiente. Tenía biblioteca y hemeroteca especializadas en temas científicos, un importante nodo informático que ofrecía servicio de correo electrónico e Internet, un espacio llamado “el teatro” propio para conferencias, un patio central, un pantry  y un pequeño departamento comercial para la compra de libros, revistas, el pago del correo electrónico, etc. Servicios no necesariamente relacionados entre sí, pero que objetivamente se unían en ese punto por obra y gracia a las atípicas estructuras cubanas.


Mis relaciones con Suzanne Chautrière, la suiza, se reanudaron después de recibir un fax donde me anunciaba su intención de reanudar nuestro proyecto. Siempre le había escrito en mi mejor francés, por eso me sorprendió tanto cuando una mañana tocó a mi oficina una mujer muy blanca, de mediana edad, facciones finas, cabello castaño y expresándose en un español fluido. Suzanne fue ballerina y vivió diez años en Barcelona. Vino con una amiga llamada Françoise y se hospedaron en el Hotel San Juan. En ese viaje ella, Lescay y yo formalizamos lo que sería luego el Proyecto Cuba-Ginebra (que todavía no se llamaba así): quedó decidido que yo iría a Ginebra el próximo octubre. 


Otra persona empezó a vivir aquel año: Balcells. Siempre lo recuerdo con risa, en un ambiente alegre. Vino expresamente de La Habana a un Consejo de Dirección. Se dedicaba a imprimir y Caguayo lo representaba. Imprimía, diseñaba y varios otros negocios. Él pertenecía al pequeñísimo grupo de cubanos que se tomaron en serio el “ambiente capitalista” de mediados de los ’90 para organizar una verdadera oficina de negocios formal y bien organizada, la cual le había reportado una cantidad de miles de dólares bastante respetable: esto puede ser una tontería en cualquier país, pero eso mismo, en Cuba y sin hacer negocios turbios, roza la hazaña. La visión oficial del hombre próspero cubano de los ’90 se limita a la persona con FE (familiares en el extranjero que le remitieran mucho dinero), los dueños de paladares, personas que alquilan habitaciones para turistas, capos del mercado negro, traficantes de carne u otros comestibles, artistas plásticos o músicos de renombre internacional –los deportistas comenzaron a ganar algo sólo alrededor del 2000. Para no hablar de delincuentes o gente relacionada con la prostitución.



Balcells no, él era un verdadero empresario que se había dedicado a buscar y encontrar qué campos de la economía cubana –no relacionado con turismo, alimentación o sexo- era capaz de producir ganancias legales. Logró hacer trabajar a las  imprentas de organismos, que sólo hacían cosas en papel de baja calidad, a dos colores, con tipografía grande: gallardetes, volantes y cosas por el estilo. Por eso se salvaron esas imprentas, pues en aquellos años no tenían papel, ni tinta, ni lo esencial para trabajar -en realidad lo hacían groseramente porque no había incentivo para hacerlo bien, no era sólo cuestión de equipos nuevos-. Se ocupó de estar con ellos hasta la hora que fuera a fin de que el trabajo saliera bien –para su beneficio, es cierto-, llevarles merienda –la alimentación sigue siendo un problema de primerísimo orden-, ron –por alguna razón a los impresores beben mucho sin emborracharse- y al final, para rematar, una carta de agradecimiento del cliente para el organismo que regía la imprenta. Gracias a él esos sitios no cerraron –sin trabajo les esperaba la clausura y posterior desguace.

Al principio hizo trabajos pequeños, pero luego empezó a imprimir para ETECSA (la empresa de telefónica), que hacía grandes pedidos de tickets, formularios, posters, anuncios de mano, etc –para los cuales se requería un diseño contemporáneo y buena terminación: nada de papel baratos, un solo color y tipografía fea-. Balcells necesitaba ser representado por una entidad oficializada que le permitiera establecer contratos. 

Ahí entró Caguayo S.A., que lo podía hacer . ETECSA contrataba con Caguayo S.A. y ésta con Balcells. Eran contratos muy grandes que siempre se cumplieron y dejaron mucho dinero. Más tarde –para que se sepa el final- a ETECSA el Estado no le permitió gastar mucho en propaganda, y el trabajo de Balcells con ella disminuyó. Otro gran cliente eran los Prácticos de Puerto, que ganan e imprimen mucho. Y así.

Balcells, además, era presidente de una compañía en Panamá y formaba parte del Consejo de Dirección de otra más, italiana. La ley cubana no se opone a que un ciudadano posea bienes en otro país. De hecho existe un fotógrafo cubano residente en La Habana que es co-propietario de una empresa española.

Con el tiempo la empresa italiana a la que pertenecía Balcells comenzó a enviar a Cuba mucho papel de calidad: aquí es vendido, la empresa gana, a él le corresponde una comisión como directivo y vendedor. Él gana, la empresa italiana gana y Cuba también, al evitarse el problema del transporte. Pero en esto último Caguayo S.A. no interviene. 

Es práctico, muy tolerante e inteligente; no refinado, pero cuando quiere serlo, su sentido del ridículo le impide “pasarse”. Sabe que las obras de arte y las antigüedades son una buena inversión y tiene varias en su casa. Además, vivía un romance con una muchacha que trabajaba en la oficina nuestra de Santiago: no paró hasta que se la llevó para La Habana y allá le buscó un empleo magnífico. Es casado y con familia, pero eso nunca fue obstáculo. Hoy día Balcells vive en Perú –allá tiene un negocio de compraventa de pescado- y a veces nos escribimos o es él quien viene a Santiago.


Ese año se hizo el trabajo de Martinica. Lo relaciono porque tuvo mucha importancia en Caguayo. Un municipio de esa isla decidió levantar un Monumento al Neg’ mawó (literalmente “negro cimarrón”) y comisionó para ello a un artista local. La fundición y montaje se nos encargó. Ello provocó mucho intercambio, viajes, etc. El artista martiniqueño falleció en esos meses y Lescay adaptó su maqueta para fundirla: le hizo cambios indispensables. Fue un contrato importante, no solamente por el monto sino porque la firma cobró otro carácter. Se firmó un contrato y los martiniqueños fueron pagando a medida que la obra avanzaba, hasta que se trasladó, se montó y fue inaugurado. Pagaban en efectivo: viajaban con maletines de francos que yo personalmente contaba, se depositaba en la caja fuerte de Caguayo y al día siguiente era ingresado al banco.

Cierta tarde se recibió una llamada telefónica del Secretariado provincial del PCC citándonos a una reunión urgente acerca del monumento de Martinica. En ese momento el Secretario provincial era Juan Carlos Robinson Agramonte. Lescay andaba de viaje y nadie más quiso asistir, por lo que tuve que hacerme cargo. Me preparé sacando copia de todos los documentos: contratos, facturas, depósitos bancarios, fotos de la obra en progreso, etc. Ya en la sede del PCC provincial me mandaron a un salón donde estaban reunidos todos o casi todos los directores de instituciones culturales: evidentemente se trataba de algo importante. Robinson  me pidió que explicara en qué consistía el proyecto de Martinica: conté la historia y le mostré mi arsenal de fotocopias. Demostró impaciencia por la cantidad de papeles. Insistí. Evidentemente se proponía hallar algo que le permitiera iniciar una campaña. Algo ilegal. Una irregularidad, un soborno, un robo. No sé. No pudo y tuvo que callarse la boca. Toda aquella gente estaba allí para ser testigos de su celo y nuestra corrupción. Quien cumplió prisión por ilegalidades y abuso de poder (aunque dicen que ya está en la calle) , es él. Aquella reunión demostró que Caguayo era un sistema serio y confiable, con el cual se puede trabajar. 

Llegaba octubre. Yo estaba a punto de salir para Ginebra. Había que tomar el avión en La Habana. Salí de Santiago un sábado para viajar al día siguiente. En el aeropuerto comencé a tener mucha fiebre y dolores de vientre. Soy sano y esos síntomas me asustaron. Cuando llegué a La Habana aumentó la fiebre (40º o más) y empezaron unas diarreas imparables. Pasé una noche fatal. Todo el día siguiente siguió del mismo modo, pero no se me ocurrió suspender el viaje. El vuelo fue de noche: lo pasé entre mi asiento y el retrete.

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