viernes, 19 de octubre de 2012

Cada ciudad o pueblo tiene su olor. París huele a rosa vieja: no a la mustia de los jarrones, sino a otra que hubiese vivido mucho tiempo y su perfume hubiese devenido denso y penetrable a la vez. La Habana huele a gas de cocinar; Ibagué a fruta pasada; Ginebra a abeto y agua; Santiago, en sus mejores momentos, a pan y sudor; Cuabitas, a tierra y flor de mango.

Creo que pasé más trabajo de lo necesario y quizá mis recuerdos no sean exactos, pero la memoria es así. En un muro, cerca de una esquina de la Orilla Izquierda, había un reloj de sol de Salvador Dalí. Todavía no me atrevía con el metro: temía perderme y no saber dónde bajar. Una mañana quise caminar alrededor de la Opéra Garnier: quería tocar sus paredes y husmear en el Café de la Paix, pero apenas llegué frente a ella me atacó un cólico rabioso y tuve que regresar a toda prisa a Clichy. Hoy puedo decir que conocí aquella ciudad como se debe: a pie y con poca plata.

Cierta mañana fui a Place de la Concorde y subí al Jardín de las Tullerías del lado de l’Orangerie. Se supone que ese es la meca mundial del flete. Como decir, la Caaba o el Santo Sepulcro de la mariconería. Eso sería antes de la Guerra. Según Coco Salas, allí fleteó Gore Vidal. A lo largo de la gran terraza hay sillas de extensión con personas que toman el sol. Son maricones con gafas oscuras que se estiran bajo el sol y miran discretamente cuando pasa algún joven: pero, ¿qué joven puede pasar casualmente por Las Tullerías? Debe de existir una misteriosa secta gay parisina encargada de conservar antiguas tradiciones.


Calculé que ya Gabrielle Maraud habría regresado y la llamé: gracias a ella y a mi amigo Carlos había publicado unos poemas en la Revue Noire años atrás. Me cité con Gabrielle en el Café de Cluny, con sus camareros de delantales que casi tocan el piso. Pedí un refresco de cola y un café, ella una botella de Perrier. Por alguna razón, el agua no llegaba: se lo recordamos al garçon. Conversamos muchísimo, pero de agua, nada. Gabrielle se hartó y llamó muy discretamente al camarero –la paciencia de las profesoras siempre me sorprende- para reclamar su pedido y el hombre respondió No he hecho otra cosa que pensar en su agua. Los camareros de París son especialmente ingeniosos y contestones.

Gabrielle me recomendó a Abraham Levi –un judío cubano, que se hizo arquitecto en La Habana y enseña Historia del Arte en un liceo parisino. Fuimos al Louvre: como profesor, él tiene entrada libre y compró la mía. Parecía una estación de trenes: nunca había visto tal cantidad de personas en un museo. Abraham me preguntó qué quería ver. Lo que sale en los libros. Me hizo una visita instructiva que comenzó en el subsuelo con las bases del Louvre medieval. Fuimos subiendo y vi lo que había.

Tener delante las obras de toda la vida, al natural –“en persona”- es toda una experiencia. El Escriba Sentado es algo más grande que un bibelot, la Piedra de Hammurabi es enorme y pulida, La Venus de Milo está colocada en un pasillo y si no la conoces pasas a su lado sin verla; en cambio La Victoria de Samotracia resulta totalmente sobrecogedora en un descanso de la escalinata: dicen que Hitler no bombardeó París para poder llevársela como botín. Los Esclavos de Michelangelo también son majestuosos: me indignó ver la turba de italianos en short que se hacían fotos junto a ellos (imagino que los guardianes de sala estarían también de vacaciones, aunque con tanta arribazón de público no sé qué hubieran podido hacer). Aparte de que no es muy grande, la Gioconda se exhibe dentro de un nicho, detrás de un vidrio de seguridad: el gentío no dejaba verla; en este caso una buena reproducción es preferible mil veces.  Mientras ocurre lo anterior, la sala de maravillosos Leonardos está casi vacía: gracias a Dios nadie mira la Virgen de las Rocas, ni los retratos. Leonardo da Vinci es totalmente superior (cosa mentale, como decía él de la Pintura) y comprobarlo fue un logro personal que aprecio mucho. Dos cuadros más me asombraron: La Balsa de la Medusa, de Géricault, cuyo enorme formato y extraño realismo te estremecen como no habías imaginado y el Retrato de Madame Récamier de Jacques-Louis David que tanto estudié en mis días de la Galería Universal, expuesto encima del diván original donde se sentó la dama para ser pintada. En esa parte del museo, el pavimento y toda la decoración son verdaderamente palaciegos.

Como el ticket de entrada vale por un día completo, Levi y yo salimos a comer algo y entramos al Mac Donald que queda enfrente. Lo que más se parece a una cafetería cubana es un Mac Donald: medio sucio, lleno de gente que habla alto, con olor a fritanga. Parece que las hamburguesas son la misma basura dondequiera, sólo que las Mac Donald se sirven bonitas y con papas fritas. Eso sí, con un refresco de cola grande –una Pepsi, por ejemplo- son maravillosas: comida-chatarra, de acuerdo, pero deliciosa.

Una noche, Gabrielle me invitó a su casa a cenar (Levi también estaba). Se esmeró. Soy goloso, y si digo que la comida estuvo buena, es cierto. Abraham se fue temprano, pero ella y yo nos quedamos hablando. Me distraje –para mi, el mayor placer que existe, incluyendo los pecaminosos, es conversar-. Como a las once y media, dice ella se te va a ir el último metro. ¿Metro? “Fue como un rayo el mi interior” -como dice la canción de Pablito Milanés. Es que  nunca he andado en metro. Es muy fácil –dijo la profesora-. Aquí cerca hay una estación. Yo te acompaño: mira tu ticket. Ya lo tenía, esa mujer es increíble. Bajas, esperas la línea Tal, pero no cualquiera sino la que diga Tal-más-cual, montas, y cuando llegues a un punto donde dobla a la derecha cuentas la segunda parada y te bajas. ¡Dime tú!, exclamé dentro de mi. Como el condenado que va a la cámara de gas, me dejé conducir. Bajé las escaleras y llegué al andén. Los trenes iban y venían. Esperé el mío y subí. Fui mirando por la ventanilla los nombres de las estaciones. Cuando pasó lo que me habían vaticinado, bajé. Salí a la calle y miré, reconociendo. ¡Maravilla! ¡Estaba en el mismo Clichy! Llegando a casa la telefoneé que había legado bien.
Gabrielle Maraud me enseñó a montar en metro. Lo primero es saber francés, lo segundo leer todos los letreros y obedecerlos, lo tercero comprar el ticket y accionar el torniquete de la entrada al andén (si no lo sabe, fíjese cómo hace el que entre antes de usted y haga lo mismo: no pregunte, nadie le va a responder aunque hable como Racine).

Un atardecer subí al Sacré Coeur en el funicular: gracias a Rubén había conocido a una francesa –que por comodidad llamaré Marcela-. Era rubia, sola y muy amable. Quizá buscaba compañía; no la hallaría en mi, pero como insistió nos citamos junto al templo. Después de conversar un rato y mirar el ocaso, caminamos por la Place du Tertre con su mundo de turistas y pintores callejeros. Entramos a comer a un sitio; yo seguí fiel a mis emparedados griegos, pero ella se complicó algo más. Recuerdo mucho ruido de vajilla rota: enfrente quedaba un otro lugar, griego, donde la atracción era cumplir la costumbre de romper los platos después de una comida. ¡Dios santo! ¡Cuánto desperdicio! ¡Con lo difícil que es tener vajilla! Pero el mundo de la abundancia es así: por eso un día va a virarse al revés y van a pagar justos por pecadores. Seguimos andando, cruzamos junto al Moulin de la Galette y bajamos las faldas del Monte Parnaso. Marcela tenía auto y nos fuimos al Quartier Latin –donde vivieron los romanos en el París primitivo. El apelativo “Ciudad Luz” no es mero slogan: esa noche París parecía un estudio de televisión. Podía encontrarse un alfiler en el piso. Cuánta luz.

Otra vez acompañé a Rubén a un juicio en Nanterre. Como se estaba divorciando, lo preocupaba mucho ese asunto. Se trataba de un intento que de oficio hacía el juez para que la pareja no se disolviera. Me agradaba su confianza e interés en que yo viera cómo funciona el país más allá de bulevares y museos. De paso nos llegamos al hospital donde estaba Ignacio: ya su tuberculosis casi había curado y en dos o tres días le darían el alta. En una sola tarde conocí un hospital y un juzgado.


La calle Saint Denis queda muy cerca del club de jazz. Esa es la meca de la putería mundial. Una tarde la bajé, buscando un ómnibus que me servía: había putas de todos colores, razas, edades y complexiones. Putas lindas, feas, gordas, flacas, medianas. Se alineaban en las aceras por cientos. Dicen que los travestis están desbancando a las putas: una noche regresaba a Clichy con Rubén y nos detuvimos en una panadería. El establecimiento pertenecía a unos árabes y a esa hora estaba atendido por muchachos que no paraban de reír: en el mostrador había una puta con un vestido plástico negro abierto a lado y lado; el frente y la espalda se unían con un cordón. Cuando fue a pagar y preguntó C’est combien? descubrí que era un travesti.

Cristo no se había desentendido de mi. Me llevó a su casa como dos veces. La esposa era una joven francesa que trabajaba con él. Cristo se había adaptado a Francia: vivía en un suburbio, su casa no era ostentosa ni muy grande, pero sí agradable. Me gustó. Quizá él es un poco loco, pero buena persona. Ahora pienso que la improvisación con que me recibió se debió a esa misma manera de hacerlo todo deprisa que caracteriza a los parisinos: es lo que menos me agrada de Europa. Todo corriendo. Es otro tempo, sí: pero no me agrada. Si aquí vamos lento, allá es al galope.

Yo me había convertido en metromaníaco. Amplié mis reconocimientos y cubrí muchos barrios.  A veces me aparecía de noche en el club –la estación Château d’Eau queda muy cerca-, saludaba a todos, me bebía una cerveza y partía raudo. Reencontré, después de años a Manuel, un jinetero de Santiago amigo mío que se casó con una productora de TV y se mudó a París. Fue un chico alto y atlético, pero había cambiado. Vestía mejor, pero su ligereza y sensualidad se esfumaron. Había dejado a la productora y su nueva casa no quedaba lejos: me invitó pero nunca fui. Ahora se drogaba, aunque no siempre estaba high. Cuando llegó cierta orquesta cubana, los muchachos no dejaban quieto a Manuel, que era como un sultán del polvo blanco. Quién sabe por qué Manuel no era recibido con alegría en el club. Jamás lo he vuelto a ver.


Ya estaba llegando la fecha del regreso. En esa ciudad hay muchísimos museos. En realidad no se entiende que un cubano cruce el Atlántico y caiga allá sólo para mirar las calles y el río. Había que ir. Abraham Levi me ayudó mucho: fuimos al Rodin; otro día quisimos ver la habitación de Proust –que la mudaron al Carnavalet- pero la cuidadora de la sala estaba enferma y no se pudo. Una tarde me apertreché de frutas y me fui al Centro Pompidou: entré a las tiendecitas, fui a los parques, di muchas vueltas, me senté al pie de un árbol, me comí las frutas y no entré al edificio. Me faltaba Orsay: a ese había que entrar. Desde Ingres hasta Toulouse-Lautrec más o menos. Una tarde fui. Su concepción museológica es el sueño de cualquiera que se dedique a esto. Redescubrí a Van Gogh, cuya textura pictórica es incapaz de reproducir la mejor lámina. La excelente oleografía del Moulin de la Galette  (Renoir) que hay en la galería donde trabajé doce años es casi nada junto al original. Dudo cuál me impresionó más, si el Louvre u Orsay, y comprendí que es invaluable haberlos visto con el gusto y cuidado que empleé en aquellos días


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